Yo no sabría decirle cómo nos hemos ido acomodando en la casa de Barcelona. Es cierto que, de tan antigua, es bien espaciosa. Ya no se hacen pasillos tan anchos, ni tampoco habitaciones tan desahogadas, ni cuartos de baño en los que retumba un leve eco al entrar. Ahora se vive en cajas de cerillas, ya lo debe saber usted. La gente se estruja en cuarenta metros y come, ve la televisión, folla, habla por teléfono, discute, se corta las uñas, navega por internet y cría a sus hijos sin apenas moverse del lado del sofá que, sin saber bien por qué, les ha sido asignado a cada uno como señal y garantía de que están viviendo una relación de pareja.
Lo que está claro es que el dormitorio principal, el que está situado al fondo y contiene vestidor y saloncito anexos, es el que tienen asignado mis tatarabuelos, porque ellos fueron quienes compraron la casa con mucho sacrificio cuando en los alrededores no había prácticamente nada.
-Para entrar en la finca desde donde nos dejaba el tranvía –suele contar mi tatarabuelo Ricardo- teníamos que cruzar un solar de girasoles y saltar la valla de una obra abandonada por no sé qué problema que tuvo el promotor con el gobierno.
Mi tatarabuela Fuensanta siempre corrobora las palabras del tatarabuelo con una sonrisita que, de un tiempo a esta parte, se le ha ido como reblandeciendo. A mí me parece que ya no recuerda prácticamente nada de todo eso, pero finge que sí porque en realidad ya no le importa en absoluto cómo era la casa y sus aledaños en aquella época remota en que acababan de estrenarla.
Ambos, pues, disfrutan de la parte noble de la vivienda con el derecho que les otorga ser los auténticos propietarios, una suerte de pioneros en tiempos en los que las personas humildes y trabajadoras no solían tener acceso a bienes de esa naturaleza, y bien que hacen. El tatarabuelo siempre ha tenido una salud frágil y en esa habitación tan holgada a buen seguro que se encontrará más cómodo. Supongo que fue, precisamente, el primer aviso de la grave enfermedad que, desde hace tantos años, padece el tatarabuelo, lo que empujó a mis bisabuelos a decidirse a mudarse a la casa.
-No tenemos dinero para que alguien se ocupe de ellos –debió opinar mi bisabuela Rocío- así que tendremos que sacrificarnos y hacerlo nosotros.
Yo me apostaría cualquier cosa a que a mi bisabuelo no le hizo demasiada gracia tener que vivir con los padres de su mujer, pero eso es algo que yo me estoy imaginando por darle un tono más interesante a la situación, ya que fueron los primeros de una larga saga que ha repetido sus pasos. Mi tío-bisabuelo Julián y mi tía-bisabuela Dorita vinieron al poco tiempo, ya que el infarto que sufrió el bisabuelo hizo enfermar de los nervios a mi bisabuela, y como los tatarabuelos no estaban para cuidarlos –más bien al contrario, eran mis bisabuelos quienes tenían que cuidarlos a ellos- la tía-bisabuela Dorita no quiso dejar a su hermana sola en semejante trance.
-Donde comen dos, comen cuatro –sentenció mi tío-bisabuelo Julián, que es el más socarrón de la familia, mientras acarreaba maletas y enseres escaleras arriba y la tía-bisabuela estaba ya colmando de atenciones a los bisabuelos y los tatarabuelos.
Por lo que sé, el trabajo que les llevaba a ambos atender a diario a tanto enfermo –el tatarabuelo necesita ayuda para asearse y para comer; la tatarabuela debe ser vigilada constantemente, porque muchas veces no sabe quién es ni dónde está y tiene fijación con abrir la puerta y salir a la calle a comprar no sé qué cosa; el bisabuelo está conectado a una máquina de oxígeno y se pasa el día durmiendo: es necesario despertarle y darle de comer para que no se nos muera de inanición; la bisabuela tiene temblores y no es capaz ni de beberse sola un vaso de agua, además de tener una preocupante pulsión suicida que ningún psiquiatra parece capaz de curar- provocó que la tía-bisabuela se quedara postrada en la cama –el médico le diagnosticó síndrome de fatiga crónica-, y el tío-bisabuelo Julián, que no podía con todo y que para colmo de males padece de gota y de una malformación en una mano, pidiera ayuda a su hijo, mi tío-abuelo Salvador, que comentado el asunto con mi tía-abuela Carmen, pidió refuerzos a mi abuelo Bartolo, que en esos momentos andaba a la greña con mi abuela Esperanza por un lío que al parecer tuvo ella en uno de esos cruceros del Imserso con un marinero sesentón que, según se decía, tenía un amor en cada puerto, y ya estaban con los trámites de divorcio para escándalo de mis padres, que no sabían qué hacer con aquel par de viejos que todo el tiempo se estaba tirando los trastos a la cabeza.
-Pues contad conmigo –dijo mi abuelo Bartolo-, y a la Esperanza se lo decís vosotros, que a mí no me escucha.
Parece que no tardaron en convencerla, sobre todo cuando se dio cuenta de que iba a tener un nutrido público al que relatar, con toda gama de detalles, su historia con aquel marino de brazos tatuados que fumaba como un carretero y bebía como una esponja. A mis tíos-abuelos se les caía la cara de vergüenza cuando la oían contar las cosas que contaba a mi tatarabuelo –mientras lo sentaba en la taza del váter y esperaba a que el hombre hiciese sus necesidades-, a mi tatarabuela –que a cada pausa relamida de mi abuela le preguntaba insistentemente por las llaves de la puerta de la calle-, a mi bisabuelo – cuando le estaba dando de comer cucharada a cucharada-, a mi bisabuela –siempre que le quitaba de las manos el cuchillo jamonero de la cocina-, a mi tío-bisabuelo –al darle friegas de alcohol en el pie-, a mi tía-bisabuela –ésta era su favorita, porque se estaba callada todo el tiempo y apenas se movía-, y sobre todo mi tía-abuela le reprochaba a mi abuelo que no fuese lo bastante hombre para hacer callar de una vez a su mujer.
-Es que ya no es mi mujer –se explicaba mi abuelo-, ahora es mi ex-mujer, y por mí que cuente lo que quiera, no es asunto mío, y además no me creo ni una palabra de lo que dice.
Mi tío-abuelo entraba con frecuencia en cólera ante el poco espíritu que demostraba su hermano y, en una de esas, le dio un ictus que le dejó paralizado medio cuerpo. No podía mover la mitad derecha de la cara, ni el brazo ni la pierna derecha, pero el otro lado le funcionaba con normalidad y así podía ocuparse de algunas tareas de la casa, sobre todo de la cocina. Decía que se bastaba y se sobraba con una mano para hacer la comida, y bien cierto es que hasta el día que se incendió la sartén que extendió el fuego a la campana extractora, a las alacenas, a los fogones y el horno, al frigorífico, y que fue abortado por los bomberos justo cuando enfilaba por el pasillo hacia los dormitorios, comer se comía bien en la casa. Lástima que a mi tía-abuela le sentara tan mal el humo y, tras casi tres semanas en el hospital, la regresaran tan pachucha, hecha un vegetal. Fue entonces cuando mi padre me llamó y me contó que se mudaban a Barcelona a cuidar de los abuelos, porque la abuela ya chocheaba y el abuelo estaba empeñado en marcharse a Benidorm a vivir su recién estrenada soltería.
-Parece ser que ya tienen la sentencia de divorcio –me dijo mi padre.
No sé si lograron apaciguar los ánimos de los abuelos, que de momento aquí siguen, pero mi madre se cayó en la bañera y se rompió la cadera, y a mi padre, que había tenido que pagar de su bolsillo los desperfectos de la casa –a nadie se le había ocurrido contratar un seguro del hogar- se le vino todo tan encima que nos llamó a los dos hermanos para decirnos lo que pasaba.
-No es sólo vuestra madre –dijo-, es que aquí ya hay mucha gente. Lo que pasa es que no se nota porque la casa es muy grande y espaciosa, y mal que bien nos vamos apañando.
-Entonces, ¿queda sitio para nosotros? –le pregunté a mi hermana, que fue la primera en decidirse a ir a vivir con nuestros padres.
-Sí –respondió-, siempre que no vengas con la Teresa, y menos con los niños. Para ti podemos echar un colchón al suelo en el salón.
Teresa no estuvo de acuerdo. Ella es, no sé cómo decirlo, demasiado estricta. Eso es, demasiado estricta. No bien le dije que tenía que echar una mano a la familia, y que lo mejor era que me fuese a Barcelona por un tiempo, se puso a despotricar de todos. Que si tu padre, que si tu madre, que si patatín, que si patatán. Pero no se crea que se detuvo ahí: que si tu abuelo, que si tu abuela, que si tu tío-abuelo, que si tu tía-abuela, que si tu bisabuelo, que si tu bisabuela, que si tu tío-bisabuelo, que si tu tía-bisabuela, que si tu tatarabuelo, que si tu tatarabuela...
-¿Es que no van a morirse nunca? –me gritó.
Yo no dije nada. Le di un beso a mis hijos y me marché. Aquí la muerte no viene a visitarnos todavía –Dios nos guarde-, pero hay mucho que hacer y pocas manos.