jueves, 27 de octubre de 2011

AQUEL ADÁN QUE INSPIRABA A EVA de Carlos Domínguez Haller




Debe comprender que todo fue un plan de huida, magistralmente estudiado, por dos mentes que dejaron de cuestionar su propia existencia, para comprender obligaciones al fingir un par de sonrisas sobre un medio perfecto (totalmente inerte).
Sus aventureros corazones rugían fuertemente con cada traza sobre el plano que describía la evasión.
Pronto todo estuvo listo para la partida.
Esta vez el amor fue capaz de batir a la prominencia.
Adán con su amante la ardilla caminaba algo distante de Eva, acompañada de su última pareja formal. Un mamut de buena posición (un auténtico portento).
Próximos al conducto que les conduciría a la libertad, decidieron retener una última panorámica del paraíso que se extendía tras sus pasos. Se besaron como nunca antes lo habían hecho:

Mamut — ¡Oh, Eva!
Eva — Querido mio, no te atrevas a aventurarte sin mi en la lejanía.

Adán — ¡Oh, ardilla!
Ardilla — Querido mio, yo seré tu soledad.

Dispusieron que fuera Mamut quien liderara el grupo por sus dotes de carisma y liderazgo demócrata. Para su desgracia, una vez fuera del escarpado canal, este huyó espantado recluido a los más íntimos confines de su instinto animal.

Nada se supo de ardilla.

Únicamente el raciocinio imperó en el nuevo mundo. Para colmo Adán había olvidado el pic-nic y ninguno de ellos sabía cocinar.

Retrocedieron al paradigma de la autosuficiencia (tierra de lobos).
Un encuentro en un simple “no sé qué hacer”.

miércoles, 26 de octubre de 2011

SIN MÍ de Isabel Mª González

Como tantas veces había hecho de niño, me escondí. ¡Daniel! Entonces lo hacía en aquel  baúl de ropas viejas que conservaba el molde de mi cuerpecillo desde la última vez, desde allí oía mi nombre a gritos, ¡Daniel!,  la ira en los pasos que se acercaban al lugar de siempre, los latidos de mi  corazón que se había ido haciendo un sitio en mi garganta, ¡Daniel!, mi llanto estéril  que nunca había podido evitar que él me arrancase de allí entre gritos y golpes,  como siempre. Luego llegaba el alivio, cuando por fín acababa, y se iba, y me dejaba allí en el suelo, abandonado entre el desorden de los trapos manchados de sangre,  un feto encogido que nunca debió nacer para vivir así. Aquella   mezcla pastosa de olores, a naftalina, sangre, semen y alcohol; aquel sabor salado de mis mocos y mis lágrimas, tan inútiles como yo: nunca he dejado de sentir en situaciones como la de hoy,  ¡Daniel Fernández!, Salgo a recoger el premio, todos me aplauden y me miran creyendo que estoy aquí.

viernes, 21 de octubre de 2011

LA MUERTE NO VIENE A VISITARNOS de Manuel Jorques Puig

Yo no sabría decirle cómo nos hemos ido acomodando en la casa de Barcelona. Es cierto que, de tan antigua, es bien espaciosa. Ya no se hacen pasillos tan anchos, ni tampoco habitaciones tan desahogadas, ni cuartos de baño en los que retumba un leve eco al entrar. Ahora se vive en cajas de cerillas, ya lo debe saber usted. La gente se estruja en cuarenta metros y come, ve la televisión, folla, habla por teléfono, discute, se corta las uñas, navega por internet y cría a sus hijos sin apenas moverse del lado del sofá que, sin saber bien por qué, les ha sido asignado a cada uno como señal y garantía de que están viviendo una relación de pareja. 

Lo que está claro es que el dormitorio principal, el que está situado al fondo y contiene vestidor y saloncito anexos, es el que tienen asignado mis tatarabuelos, porque ellos fueron quienes compraron la casa con mucho sacrificio cuando en los alrededores no había prácticamente nada.

-Para entrar en la finca desde donde nos dejaba el tranvía –suele contar mi tatarabuelo Ricardo- teníamos que cruzar un solar de girasoles y saltar la valla de una obra abandonada por no sé qué problema que tuvo el promotor con el gobierno.

Mi tatarabuela Fuensanta siempre corrobora las palabras del tatarabuelo con una sonrisita que, de un tiempo a esta parte, se le ha ido como reblandeciendo. A mí me parece que ya no recuerda prácticamente nada de todo eso, pero finge que sí porque en realidad ya no le importa en absoluto cómo era la casa y sus aledaños en aquella época remota en que acababan de estrenarla.

Ambos, pues, disfrutan de la parte noble de la vivienda con el derecho que les otorga ser los auténticos propietarios, una suerte de pioneros en tiempos en los que las personas humildes y trabajadoras no solían tener acceso a bienes de esa naturaleza, y bien que hacen. El tatarabuelo siempre ha tenido una salud frágil y en esa habitación tan holgada a buen seguro que se encontrará más cómodo. Supongo que fue, precisamente, el primer aviso de la grave enfermedad que, desde hace tantos años, padece el tatarabuelo, lo que empujó a mis bisabuelos a decidirse a mudarse a la casa.

-No tenemos dinero para que alguien se ocupe de ellos –debió opinar mi bisabuela Rocío- así que tendremos que sacrificarnos y hacerlo nosotros.

Yo me apostaría cualquier cosa a que a mi bisabuelo no le hizo demasiada gracia tener que vivir con los padres de su mujer, pero eso es algo que yo me estoy imaginando por darle un tono más interesante a la situación, ya que fueron los primeros de una larga saga que ha repetido sus pasos. Mi tío-bisabuelo Julián y mi tía-bisabuela Dorita vinieron al poco tiempo, ya que el infarto que sufrió el bisabuelo hizo enfermar de los nervios a mi bisabuela, y como los tatarabuelos no estaban para cuidarlos –más bien al contrario, eran mis bisabuelos quienes tenían que cuidarlos a ellos- la tía-bisabuela Dorita no quiso dejar a su hermana sola en semejante trance.

-Donde comen dos, comen cuatro –sentenció mi tío-bisabuelo Julián, que es el más socarrón de la familia, mientras acarreaba maletas y enseres escaleras arriba y la tía-bisabuela estaba ya colmando de atenciones a los bisabuelos y los tatarabuelos.

Por lo que sé, el trabajo que les llevaba a ambos atender a diario a tanto enfermo –el tatarabuelo necesita ayuda para asearse y para comer; la tatarabuela debe ser vigilada constantemente, porque muchas veces no sabe quién es ni dónde está y tiene fijación con abrir la puerta y salir a la calle a comprar no sé qué cosa; el bisabuelo está conectado a una máquina de oxígeno y se pasa el día durmiendo: es necesario despertarle y darle de comer para que no se nos muera de inanición; la bisabuela tiene temblores y no es capaz ni de beberse sola un vaso de agua, además de tener una preocupante pulsión suicida que ningún psiquiatra parece capaz de curar- provocó que la tía-bisabuela se quedara postrada en la cama –el médico le diagnosticó síndrome de fatiga crónica-, y el tío-bisabuelo Julián, que no podía con todo y que para colmo de males padece de gota y de una malformación en una mano, pidiera ayuda a su hijo, mi tío-abuelo Salvador, que comentado el asunto con mi tía-abuela Carmen, pidió refuerzos a mi abuelo Bartolo, que en esos momentos andaba a la greña con mi abuela Esperanza por un lío que al parecer tuvo ella en uno de esos cruceros del Imserso con un marinero sesentón que, según se decía, tenía un amor en cada puerto, y ya estaban con los trámites de divorcio para escándalo de mis padres, que no sabían qué hacer con aquel par de viejos que todo el tiempo se estaba tirando los trastos a la cabeza.

-Pues contad conmigo –dijo mi abuelo Bartolo-, y a la Esperanza se lo decís vosotros, que a mí no me escucha.

Parece que no tardaron en convencerla, sobre todo cuando se dio cuenta de que iba a tener un nutrido público al que relatar, con toda gama de detalles, su historia con aquel marino de brazos tatuados que fumaba como un carretero y bebía como una esponja. A mis tíos-abuelos se les caía la cara de vergüenza cuando la oían contar las cosas que contaba a mi tatarabuelo –mientras lo sentaba en la taza del váter y esperaba a que el hombre hiciese sus necesidades-, a mi tatarabuela –que a cada pausa relamida de mi abuela le preguntaba insistentemente por las llaves de la puerta de la calle-, a mi bisabuelo – cuando le estaba dando de comer cucharada a cucharada-, a mi bisabuela –siempre que le quitaba de las manos el cuchillo jamonero de la cocina-, a mi tío-bisabuelo –al darle friegas de alcohol en el pie-, a mi tía-bisabuela –ésta era su favorita, porque se estaba callada todo el tiempo y apenas se movía-, y sobre todo mi tía-abuela le reprochaba a mi abuelo que no fuese lo bastante hombre para hacer callar de una vez a su mujer.

-Es que ya no es mi mujer –se explicaba mi abuelo-, ahora es mi ex-mujer, y por mí que cuente lo que quiera, no es asunto mío, y además no me creo ni una palabra de lo que dice.

Mi tío-abuelo entraba con frecuencia en cólera ante el poco espíritu que demostraba su hermano y, en una de esas, le dio un ictus que le dejó paralizado medio cuerpo. No podía mover la mitad derecha de la cara, ni el brazo ni la pierna derecha, pero el otro lado le funcionaba con normalidad y así podía ocuparse de algunas tareas de la casa, sobre todo de la cocina. Decía que se bastaba y se sobraba con una mano para hacer la comida, y bien cierto es que hasta el día que se incendió la sartén que extendió el fuego a la campana extractora, a las alacenas, a los fogones y el horno, al frigorífico, y que fue abortado por los bomberos justo cuando enfilaba por el pasillo hacia los dormitorios, comer se comía bien en la casa. Lástima que a mi tía-abuela le sentara tan mal el humo y, tras casi tres semanas en el hospital, la regresaran tan pachucha, hecha un vegetal. Fue entonces cuando mi padre me llamó y me contó que se mudaban a Barcelona a cuidar de los abuelos, porque la abuela ya chocheaba y el abuelo estaba empeñado en marcharse a Benidorm a vivir su recién estrenada soltería.

-Parece ser que ya tienen la sentencia de divorcio –me dijo mi padre.

No sé si lograron apaciguar los ánimos de los abuelos, que de momento aquí siguen, pero mi madre se cayó en la bañera y se rompió la cadera, y a mi padre, que había tenido que pagar de su bolsillo los desperfectos de la casa –a nadie se le había ocurrido contratar un seguro del hogar- se le vino todo tan encima que nos llamó a los dos hermanos para decirnos lo que pasaba.

-No es sólo vuestra madre –dijo-, es que aquí ya hay mucha gente. Lo que pasa es que no se nota porque la casa es muy grande y espaciosa, y mal que bien nos vamos apañando.

-Entonces, ¿queda sitio para nosotros? –le pregunté a mi hermana, que fue la primera en decidirse a ir a vivir con nuestros padres.

-Sí –respondió-, siempre que no vengas con la Teresa, y menos con los niños. Para ti podemos echar un colchón al suelo en el salón.

Teresa no estuvo de acuerdo. Ella es, no sé cómo decirlo, demasiado estricta. Eso es, demasiado estricta. No bien le dije que tenía que echar una mano a la familia, y que lo mejor era que me fuese a Barcelona por un tiempo, se puso a despotricar de todos. Que si tu padre, que si tu madre, que si patatín, que si patatán. Pero no se crea que se detuvo ahí: que si tu abuelo, que si tu abuela, que si tu tío-abuelo, que si tu tía-abuela, que si tu bisabuelo, que si tu bisabuela, que si tu tío-bisabuelo, que si tu tía-bisabuela, que si tu tatarabuelo, que si tu tatarabuela...

-¿Es que no van a morirse nunca? –me gritó.

Yo no dije nada. Le di un beso a mis hijos y me marché. Aquí la muerte no viene a visitarnos todavía –Dios nos guarde-, pero hay mucho que hacer y pocas manos.

domingo, 2 de octubre de 2011

EN LOS EXTREMOS


       Al despertar aquella mañana  supe que mis días de vínculo con la realidad habían llegado a su fin: demasiados años intentando comprenderla. Inicio hoy mi andadura por esos otros mundos que me asaltan hace tiempo y que hoy me vencen,  arrastrándome con ellos a las profundidades del cielo, a las cimas del infierno. Que si esto era la vida, cuán engañado estuve viviendo en la de  otros.  

Con Sancho todo es más fácil, siempre toca de pies a tierra con sus toscos zapatones de cáñamo que se empapan cuando llueve, arden en verano escociéndoles las plantas y  mueren cada dos por tres como todas las cosas. Con él siento,  no obstante, el dolor de mis pies entumecidos por las cadenas que, por unas sinrazones o por otras,  llevo arrastrando toda mi vida. Que España nunca me dio mi sitio ni me procuró el sustento que merezco, tantos años de servicio estéril. Tanta ficción. La comodidad de Sancho, el personaje que nada espera y por eso recibe tanto.  

El caballero, sin embargo, sólo aparece en los momentos más álgidos de inspiración, cientos de musas tirando de los hilos, rozando los límites de mi propia locura, en el más absoluto aislamiento, ido. Los ojos puestos en el cielo, los huesos rotos. Por más ridículo que parezca ¿qué he sido yo sino él toda mi vida? Metido siempre en guerras y trifulcas, amando falsas Dulcineas: con mi fe no moví montaña alguna. A la postre, pésimas novelas de caballerías, batallas perdidas. 

En posesión del hidalgo no siento los grilletes, pero sólo es cuestión de tiempo que aparezca Sancho. En los extremos. Pero ya no les temo sus vidas: sólo me asusta la mía.

sábado, 1 de octubre de 2011

TRÁFICO de Geyser López


      Cuando era niño y me asomaba por el balcón de la casa, me preguntaba hacia dónde iban los autos de la gran autopista de enfrente. Yo vivía en un edificio gris muy viejo, que probablemente ya no existe, en una ciudad muy vieja, que probablemente ya no existe. En aquel entonces –cinco, o seis años– las cosas eran distintas. Detrás del semáforo de la esquina, desde el piso once, observaba cómo una ristra de automóviles de todos los colores y tamaños se apilaban esperando la verde. Desde la distancia, yo los alineaba, y jugaba a tenerlos en la mano: Cerraba un ojo, medio abría el otro y nivelaba la palma, de modo que el auto azul quedase bien estacionado. Todo debía darse en esos fugases segundos de colores, y si la verde me sorprendía acomodándome el auto, lo consideraba entonces una derrota. Cuando la luz marcaba la partida, yo hasta ese punto inquieto me preguntaba: Primero; quién iba ganar esa carrera, –porque realmente no tenía sentido que hubiesen tantos coches a menos que fuese una carrera–; Y segundo, ¿a dónde iban? Creo que mi niñez culminó cuando respondí ambas inquietudes. Desde entonces, presenciar una conglomeración de autos sobre la autopista, devino el mismo cansancio de ver eternos comerciales de Santa Claus.


domingo, 31 de julio de 2011

MATEO de Manuel Jorques Puig

      La otra noche, doctor, me decidí a seguir sus indicaciones, y en cuanto oí que el pobre Mateo se arrastraba ya por el pasillo como otras veces, me escabullí de la habitación y lo fui siguiendo a una distancia prudencial, sin hacer nada que pudiese alterarlo y menos aún que le permitiese descubrir que lo estaba observando, tal como me dijo usted que hiciera. Pues bien, le diré que con esa manera pesada y vacilante con la que deambula, cruzó toda la casa, se demoró un rato en la cocina, sin hacer nada en particular, más bien pareció que se fijaba en el tragaluz del techo, como si fuese capaz de percibir los débiles rayos de luna que filtraba a esa hora, salió al patio, en el trastero yo creo que estuvo revolviendo entre las viejas cajas de mamá, ahí no pude verlo, porque estaba muy oscuro, pero me di cuenta de que levantaba polvo a cada momento y eso es que estaba manoseando esas viejas fotos que mamá guarda ahí Dios sabe desde cuándo. Me acurruqué tras los maceteros que hay junto a la cancela, para que no me sorprendiera al salir, y esperé a que regresara de su paseo por los alrededores. Ya le dije que más allá de mi casa no puedo aventurarme, pues me juego una buena regañina y un castigo muy estricto si por lo que fuera papá descubriera que estoy por la calle a tamañas horas. No tardó demasiado. Conté hasta mil doscientos cuarenta y dos. Y le juro que al verlo entrar, de cara, con los brazos rígidos sobre las caderas y la cabeza como descoyuntada, me dio un miedo terrible y tuve que taparme la boca con las dos manos para no dar un grito. Parece mentira que pueda caminar así con los ojos cerrados y no toparse con los muebles o con alguna puerta entreabierta.

         Por la mañana, mientras desayunábamos, fui fiel a sus recomendaciones y no dije nada, ni siquiera mencioné que tenía un arañazo bien visible en la mejilla, aunque fue mamá quien después se lo hizo notar y él se fue hasta el espejo y lo observó con detenimiento, pero tampoco dijo nada. Yo no sé si él sabe. Más bien creo que no, pero no podría asegurarlo. Es posible que de algún modo intuya que una herida como esa es imposible habérsela hecho en la cama, aunque fuese la explicación que dio: fue el libro, mamá, me quedé durmiendo mientras leía y debí rozarme con el canto de la tapa al darme la vuelta. Cuando dice esas cosas yo me sonrío, y él me mira como aturdido; se nota que está improvisando una explicación para un suceso que ni él mismo entiende, pero así me parece que se queda más tranquilo y deja de darle vueltas al asunto.

         Las siguientes noches, doctor, tuvieron el mismo cariz. Siempre ese andar cansino, sin orden ni concierto, por diversas partes de la casa, pero es verdad que lo que no falla es su excursión por el exterior, y también una marca, una herida, un objeto, algo que no tenía antes de salir y con lo que regresa. Una vez amaneció con la señal de unos dientes clavados en la mano, a lo que él adujo que había sido el perro de los Ramírez que le había mordido la tarde anterior cuando regresaba del trabajo, lo cual es imposible porque ese estúpido chucho huye despavorido en cuanto alguien se le acerca. Otra vez le faltaba un mechón del flequillo, pero eso pudo explicarlo con una mentira que hasta él mismo sintió muy poco convincente, y se puso colorado como un tomate ante la mirada extrañada de mamá. Tal vez la mañana que nos sobresaltamos y papá tuvo que traer el médico a toda prisa, comenzó a caer en cuenta; por mucho que le preguntaran no supo dar una respuesta creíble. El cortaúñas no era de mamá, ni mío. Tenía unas incrustaciones en nácar muy bonitas, y parecía caro. Menos mal que la hoja era corta, y todo quedó en un susto, aunque perdió mucha sangre y se lo tuvieron que llevar al hospital por dos días. Fue entonces cuando comenzó a mostrarse tan sombrío y a hablar de cosas extrañas, de fantasmas y aparecidos, de una bruja que decía que le perseguía en sueños y cosas así. Y aunque me da tanta pena verlo así de triste, evitando a los amigos y encerrado en su cuarto, yo no voy a decir nada, tal como usted me recomendó. Aunque eso sí, pude convencer a papá de que echara la llave todas las noches porque los cuentos de Mateo me dan miedo y temo que alguien se meta en el jardín, cruce el patio, entre en la casa y recorra el pasillo hasta mi habitación y me haga daño. Así que no se preocupe, jamás le diré a nadie que no temo por mí, y menos las cosas tan raras que hace Mateo cuando anda dormido, aunque el pobre ya no puede ir más allá del trastero, y parece que la ha tomado con todos los cachivaches que se amontonan allí, porque se pasa un buen rato todas las noches dando manotazos a diestro y siniestro y revolviéndolo todo. No le diré a nadie, doctor, que por quien temo es por él, porque sé que ahí fuera algo o alguien le llama y lo está aguardando, aunque mi hermano no lo sepa, ni tampoco mamá ni papá.