domingo, 31 de julio de 2011

MATEO de Manuel Jorques Puig

      La otra noche, doctor, me decidí a seguir sus indicaciones, y en cuanto oí que el pobre Mateo se arrastraba ya por el pasillo como otras veces, me escabullí de la habitación y lo fui siguiendo a una distancia prudencial, sin hacer nada que pudiese alterarlo y menos aún que le permitiese descubrir que lo estaba observando, tal como me dijo usted que hiciera. Pues bien, le diré que con esa manera pesada y vacilante con la que deambula, cruzó toda la casa, se demoró un rato en la cocina, sin hacer nada en particular, más bien pareció que se fijaba en el tragaluz del techo, como si fuese capaz de percibir los débiles rayos de luna que filtraba a esa hora, salió al patio, en el trastero yo creo que estuvo revolviendo entre las viejas cajas de mamá, ahí no pude verlo, porque estaba muy oscuro, pero me di cuenta de que levantaba polvo a cada momento y eso es que estaba manoseando esas viejas fotos que mamá guarda ahí Dios sabe desde cuándo. Me acurruqué tras los maceteros que hay junto a la cancela, para que no me sorprendiera al salir, y esperé a que regresara de su paseo por los alrededores. Ya le dije que más allá de mi casa no puedo aventurarme, pues me juego una buena regañina y un castigo muy estricto si por lo que fuera papá descubriera que estoy por la calle a tamañas horas. No tardó demasiado. Conté hasta mil doscientos cuarenta y dos. Y le juro que al verlo entrar, de cara, con los brazos rígidos sobre las caderas y la cabeza como descoyuntada, me dio un miedo terrible y tuve que taparme la boca con las dos manos para no dar un grito. Parece mentira que pueda caminar así con los ojos cerrados y no toparse con los muebles o con alguna puerta entreabierta.

         Por la mañana, mientras desayunábamos, fui fiel a sus recomendaciones y no dije nada, ni siquiera mencioné que tenía un arañazo bien visible en la mejilla, aunque fue mamá quien después se lo hizo notar y él se fue hasta el espejo y lo observó con detenimiento, pero tampoco dijo nada. Yo no sé si él sabe. Más bien creo que no, pero no podría asegurarlo. Es posible que de algún modo intuya que una herida como esa es imposible habérsela hecho en la cama, aunque fuese la explicación que dio: fue el libro, mamá, me quedé durmiendo mientras leía y debí rozarme con el canto de la tapa al darme la vuelta. Cuando dice esas cosas yo me sonrío, y él me mira como aturdido; se nota que está improvisando una explicación para un suceso que ni él mismo entiende, pero así me parece que se queda más tranquilo y deja de darle vueltas al asunto.

         Las siguientes noches, doctor, tuvieron el mismo cariz. Siempre ese andar cansino, sin orden ni concierto, por diversas partes de la casa, pero es verdad que lo que no falla es su excursión por el exterior, y también una marca, una herida, un objeto, algo que no tenía antes de salir y con lo que regresa. Una vez amaneció con la señal de unos dientes clavados en la mano, a lo que él adujo que había sido el perro de los Ramírez que le había mordido la tarde anterior cuando regresaba del trabajo, lo cual es imposible porque ese estúpido chucho huye despavorido en cuanto alguien se le acerca. Otra vez le faltaba un mechón del flequillo, pero eso pudo explicarlo con una mentira que hasta él mismo sintió muy poco convincente, y se puso colorado como un tomate ante la mirada extrañada de mamá. Tal vez la mañana que nos sobresaltamos y papá tuvo que traer el médico a toda prisa, comenzó a caer en cuenta; por mucho que le preguntaran no supo dar una respuesta creíble. El cortaúñas no era de mamá, ni mío. Tenía unas incrustaciones en nácar muy bonitas, y parecía caro. Menos mal que la hoja era corta, y todo quedó en un susto, aunque perdió mucha sangre y se lo tuvieron que llevar al hospital por dos días. Fue entonces cuando comenzó a mostrarse tan sombrío y a hablar de cosas extrañas, de fantasmas y aparecidos, de una bruja que decía que le perseguía en sueños y cosas así. Y aunque me da tanta pena verlo así de triste, evitando a los amigos y encerrado en su cuarto, yo no voy a decir nada, tal como usted me recomendó. Aunque eso sí, pude convencer a papá de que echara la llave todas las noches porque los cuentos de Mateo me dan miedo y temo que alguien se meta en el jardín, cruce el patio, entre en la casa y recorra el pasillo hasta mi habitación y me haga daño. Así que no se preocupe, jamás le diré a nadie que no temo por mí, y menos las cosas tan raras que hace Mateo cuando anda dormido, aunque el pobre ya no puede ir más allá del trastero, y parece que la ha tomado con todos los cachivaches que se amontonan allí, porque se pasa un buen rato todas las noches dando manotazos a diestro y siniestro y revolviéndolo todo. No le diré a nadie, doctor, que por quien temo es por él, porque sé que ahí fuera algo o alguien le llama y lo está aguardando, aunque mi hermano no lo sepa, ni tampoco mamá ni papá.

sábado, 16 de julio de 2011

OXARRA de Jorge Ariel Madrazo



Para la Poeta Miriam Cairo, mamá de la idea.

       El maratonista Oxarra Echenagocía (vasco ¿hace falta decirlo?) atesoraba un par de cualidades que lo elevaban muy por encima de sus competidores: ante todo, una indoblegable voluntad de triunfo; y junto a ello, una enorme y cristiana piedad por sus rivales; a quienes, casi, habría que designar como víctimas. Así era Oxarra de invencible.

         Y bien: la víspera de aquel tórrido día de 1991 cuando se largó la Maratón Éuskera Unida de los 10.000 kilómetros, Oxarra supo que entre el público de aquel evento sin par estaría ella, su amada Andrezuna. Oh, sí, allí estaba ella, arrebolada, ondeando un pañuelito en signo de amor. Oxarra marchó con paso de gamo y de gato al mismo tiempo; iba dejando atrás y jadeantes a sus enemigos, ya devoraba los kilómetros, ya se acercaba a la meta, pero… oyó, le juro, la voz de Cristo: “Sé piadoso, Oxarra mío, esos infelices merecen su oportunidad…”. Oxarra aminoró el tranco, se dejó pasar por casi todos. Mas enseguida su espíritu bravío volvió por sus fueros: Oxarra recupera el terreno perdido, el triunfo está al alcance de su vista. Pero, otra vez Cristo: “No eres gentil, mi siervo Oxarra, ¿siempre queriendo ganar?”. Así, una vez y otra vez, Oxarra a punto de ser el primero y a punto de ser el último… Para no hacerla lunga: hoy, dos décadas más tarde, Oxarra sigue sin poder coronarse campeón. Aunque corre solo: todos los demás han ido enfermándose o desfalleciendo. O murieron de viejos. Y él, adelantándose y retrocediendo siempre. Para no ser impiadoso con él mismo.