jueves, 31 de marzo de 2011

MIEDO EN DOS MINUTOS


        Voy dejando arriba el espléndido sol de este domingo en Barcelona mientras desciendo apresuradamente  las escaleras del Metro: línea roja, dirección Santa Coloma, último vagón pescado al vuelo, el alivio de un asiento vacío.
       -¡Te ha quitado el sitio, Pau! - chirría en mis oídos resacosos la voz cizañera de una chiquilla,  me encuentro con su mirada y una sonrisa torcida por la mala intención.
        Pau debe ser el niño algo mayor que está de pie con la nariz aplastada en la ventana. Los padres me miran y reprenden levemente a la niña. Entre líneas, sin embargo, adivino que soy una intrusa en su perfecto grupo familiar de fin de semana,  vamos a sacar a los niños. Ni me disculpo, ni me muevo, estoy vencida. Me acomodo en el asiento dispuesta de nuevo a desconectar  de todo. Túnel.
       - Papá, ¿quién vive en esas puertas?- la voz del niño es débil, soportable.
       La misteriosa pregunta  me reinicia,  me sorprende y se queda conmigo en el aire esperando una respuesta. Ya no soy niña, hace tiempo que dejé de ver puertas en los túneles del metro y de preguntarme quién vivía en ellas. Nunca la formulé, evitaba las respuestas distantes de mi madre, tipo "déjate ya de tonterías, niña, siempre con la cabeza en babia", mientras seguía arremucándose con otro de sus paletos que no sabía que acabaría dándonos de comer aquel día. Permanezco atenta, suspendida. Espero la respuesta y la atención que siempre deseé a lo que nunca pregunté. Ellos no lo saben, yo tampoco todavía, pero ya se habían  convertido en carne de teclado y word.
       - No vive na...
       - ¡Los fantasmas y los monstruos!,  le interrumpe bruscamente la presunta niña con hambre de misterio y tono de carnaza. Quién sino.
       - Vaya ...como que tú los has visto- frunciendo el ceño,  comprendiendo las terroríficas intenciones de su hija. La madre cede sonriente la negociación a su marido.
       -Sí.
       -Que los has visto, dices, insiste el padre dándole la oportunidad de desdecirse y evitar así alimentar los terrores nocturnos de su hermano mayor.
       -Sí, rotunda.
       -Están enterrados ahí... -  murmura el  niño que, impresionado,  no ha podido olvidar las palabras de su hermana y ausente ya de la conversación sigue buscando monstruos y fantasmas en el túnel.




domingo, 20 de marzo de 2011

ENVERGADURA

    

     Yo no he leído el Quijote pero lo veo todas las mañanas en el bar. Me refiero al dibujo de Picasso, una copia por supuesto. El gordo lo colgó de la pared que está frente a la mesa que siempre ocupo, dice ser escritor pero está aquí regenteando esta pocilga de mala muerte. El infeliz escribe frases sobre servilletas de papel que después reparte entre las mesas como al descuido. Cuando me toca una, antes de irme, la abollo. Reduzco sus estupideces al tamaño de una bolita. Que lo entienda de una vez: refregarme al Quijote por la cara de poco le va a servir. Un día llegó a decirme que en otra vida él habría sido su compañero.
       —Yo también soy gordo y no por eso voy a permitirme semejante delirio.
       Me miró sorprendido. Ese día avancé en la dirección equivocada admitiendo frente a él que aprecio, o cuanto menos conozco, la existencia de Sancho Panza; error que no me perdono. Jamás permito que nuestro escaso diálogo, suponiendo que así pueda llamarse al intercambio verbal que hacemos, roce su ilusión, su tema, su manía: la literatura.
Pocilga de mala muerte, palabras de él. Que se conforme con eso, con ser sus palabras. Algo bastante etéreo y frágil para un tipo tan voluminoso. Yo soy cosas concretas. Soy el dueño de “la pocilga” y el que paga para que otros la trabajen. Quiera Dios que este soñador a lo grande pueda disculpar mis modestas ambiciones, meta chica pero cumplida es igual a pájaro en mano. Lástima que toda discusión al respecto sería ociosa, él no se sentiría a gusto con menos que la bandada. Me enfurece verlo actuar como si yo tuviera la culpa de que las alas no le alcancen para remontar su propia envergadura.
Desayuno, vuelvo a casa, duermo y regreso aquí para acompañar al que hace el turno noche que es cuando hay más trabajo. Preferible así. Ocupar la casa al mismo tiempo sería para problema, desde que Elisa murió la convivencia es insoportable.
       Estar casado treinta y cuatro años y perder a la compañera es muy duro. Él también sufre, por supuesto, pero todavía es joven y sus esperanzas compensan. Ayer no más un vecino que lo conoce desde que era chico, me dijo Rodolfo a tu hijo le premiaron un cuento. Fui el primero en felicitarlo, mentí.

lunes, 7 de marzo de 2011

LA HUERTA. Versión III

        En un extremo de la huerta, junto al muro de hormigón, crecían los tomates. El rojo brillante de su piel contrastaba con la superficie rugosa y opaca del cemento. Me dispuse a arrancar unos cuantos para la ensalada, con cuidado de no estropear las tomateras. El primero estaba tan maduro que se me deshizo entre los dedos. Olía a podrido y lo tiré, asqueada.
        No tenía ni idea del tiempo que había pasado junto a la pared hasta que me llamó la abuela. Noté un enorme sofoco y dolor de brazos. Tenía las manos rojas y arañadas, y el interior de las uñas lleno de semillas. El muro estaba teñido de rojo con grumos como sangre coagulada. Esparcidos por la hierba, yacían trozos de piel de tomate que habían sobrevivido al destrozo.
       Me volví y atravesé las plantas, ahora huérfanas de fruto. La abuela le palpó la cara. Sufriste un golpe de calor, nena, afirmó. No tuve fuerzas para contradecirla y dejé que pasara su brazo por mis hombros como la garra de un águila sobre su presa.
       La abuela matriarcaba la casa desde que tengo uso de razón y  por eso mamá se desprendió de ella a los dieciocho años y un minuto, decía la pobre con una sonrisa,  cuando me prevenía en sus últimos días,  pero te quiere Nuria, recuérdalo, a su manera nos quiere.  A mis tristezas de aquellos terribles días de enero,  se sumó  entonces la idea de que tendría que vivir con ella cuando me quedase sola.
        Nunca me había hablado así de la abuela, sin embargo crecí con la sensación,  inexplicable entonces,  de querer salir corriendo cada vez que ella se me acercaba, ¡dale un beso a la abuela, Nuria!, y yo me refugiaba en sus faldas  con la cabeza gacha pero aguantándole la mirada.
        Esta niña  me dará un disgusto un día, ¿se puede saber que  te ha pasado por la cabeza?, estás loca Nuria, estás tan loca como tu madre... refunfuñaba mientras me frotaba las manos y las uñas en la pica de la cocina en un monólogo interminable que se evaporaba en el aire llevándose con él todos  mis  sentidos. Mami. Me desvanecí.
Desperté  unos años después, tenía dieciocho años y el vago recuerdo de  una  frase incompleta: ... y un minuto.

viernes, 4 de marzo de 2011

ENTRESIJOS EN MI ARMARIO

        Míranos. Ahí estamos. Los cuatro jinetes. Hacía siglos que no había visto esta foto, la había dado por perdida entre los desórdenes de alguno de mis traslados, junto a tantas otras cosas que no encuentro (la paz, por ejemplo, pensé dibujándome una cierta sonrisa amarga). 
        Hace siglos que no me siento como aquel día. 
       La carrera que se había sucedido, entre empujones y carcajadas, minutos antes de tomar posiciones y apropiarse de la única silla que el fotógrafo había colocado ante el portón, dejó una huella en forma de media sonrisa en nuestros rostros. Por unos instantes volvimos a sentirnos niños, aquellos cuatro amigos inseparables que corrían aventuras a la hora de la siesta por las calles del pueblo.
        Por fin logramos contener la risa, ante la desesperación del tal Olmedo que tuvo que repetir la toma varias veces. Aún así Paco y yo no pudimos mirar directamente a cámara y mantener la compostura al mismo tiempo, el enfurecimiento progresivo de aquel hombrecillo mucho más pequeño que su cámara, nos divertía: una risa más y nos hubiese mandado a todos a paseo, no era plan que al final nos quedásemos sin la dichosa foto. Al fin y al cabo con un poco de suerte, su envío iba a suponer un cambio importante en nuestras vidas. Este sólo era el primer paso. (Isabel)

         Todo fue idea de Paco, de quién sino. Había que hacer algo para acallar los rumores del pueblo y poder seguir en secreto - total, ya estábamos acostumbrados- con nuestras cosas.  
        Se comentaba que nos habían tendido una emboscada en el monte de las Ánimas, y que en la lucha habían caído Paco y Sebas. Una mentira que los envidiosos y chivatos –tan de moda en aquella época oscura –se habían ocupado de difundir, con el deseo mal disimulado de que se convirtiera en realidad.
      Por eso decidimos que era hora de hacer la foto. Años antes, al huir del pueblo tras enterarnos de que venían a darnos el paseíllo, acordamos con nuestras familias que, en cuanto la recibieran, significaría que nos disponíamos a pasar la frontera a Portugal. En la parte posterior Paco escribió unas palabras para despistar, por si era requisada: que estábamos bien y que pronto volveríamos a casa. La fechamos y firmamos para meterla en un sobre que un compañero leal entregaría esa misma noche en el pueblo.
      El hombrecillo recogía el trípode mientras nosotros contemplábamos nuestra imagen congelada: sonrientes, aseados, tan amigos y felices como siempre. Le pagamos lo convenido y, sin decir palabra, marchó cuesta abajo, escorado por la carga de la maleta de madera donde guardaba el material. Lo observé esquivar los guijarros con sus pies enanos. Había algo imperceptible, una prisa contenida, un giro extraño de cabeza, un inclinarse hace adelante como si intentara esquivar una bala.
      Miré a Paco y supe que pensaba lo mismo que yo. Aquel tipo iba a delatarnos por unos cuantos duros. No dijimos nada a los otros dos; para qué alarmarles. Nos pusimos en marcha sin perder un minuto. Tomamos a los caballos de las riendas y nos dirigimos a la cueva madre, a dos horas de camino de allí. Paco y yo íbamos en silencio, cavilando; Sebas y Manu, que eran como adolescentes, se daban codazos, y jugueteaban con las ramas de los árboles. ¡Qué paradoja la nuestra! El aislamiento de más de diez años de postguerra nos había permitido mantener intacta la amistad, hablábamos sin tapujos, vivíamos en estado puro en el reducto que la naturaleza había dejado libre de regímenes políticos, de luchas fraticidas y de bocas selladas por el miedo. Sin embargo, era una situación ficticia, como la de unos náufragos en una isla desierta. La vida transcurría de forma diferente muy cerca de donde estábamos.
      Nos sentamos en las rocas planas del interior de la cueva y Paco nos pasó la cantimplora del agua y desplegó un mapa borroso y muy usado en el que señaló la ruta a seguir. No nos permitimos más que unos minutos de descanso. Cargamos los caballos con los bultos de las provisiones, una manta y armas y municiones.
      Cabalgamos el resto del día guarecidos por la frondosa vegetación y las impenetrables fragas, evitando prados y aldeas; los ojos alerta a cualquier cambio de color, como el de los tricornios negros que tanto destacaban sobre el verde intenso de la vegetación. No se produjo ningún encuentro, seguramente aún no habían empezado la batida.
      Bien entrada la noche, Paco frenó en seco su cabalgadura y dio la voz de alto. Estábamos en un lugar lleno de helechos sobre los que nos echaríamos a dormir cómodamente. Hubo ración doble de cena y Paco pasó la cantimplora de orujo, lo que Sebas y Manu celebraron con un baile ridículo, que nos hizo reír de buena gana. Yo leí nuevamente en la mirada de Paco y adiviné lo que, a la mañana siguiente iba a suceder.
     No fui capaz de dormir; el mínimo sonido, un aletear de un pájaro, una piña que caía sobre la manta de helechos, me sobresaltaba. Me senté y roté la cabeza para relajar los músculos. Una sombra vigilaba apoyada en un árbol, con la culata de la escopeta sobre la rodilla doblada. Distinguí las formas de Paco, fumando un cigarrillo en una espera tensa. Me acosté mirando hacia el cielo. No se veían las estrellas; estaba muy nublado y la niebla nos camuflaba entre la vegetación. Éramos fantasmas.
      Reanudamos la marcha poco antes del amanecer, tras un desayuno frugal. Sebas y Manu protestaron; el orujo les había dejado una resaca de la que se repondrían de golpe al final de la mañana.
      Fue en una encrucijada de caminos. Paco tiró de las riendas del caballo y se volvió hacia nosotros. Todas las cabalgaduras, como respondiendo a un orden trazado, se movilizaron hasta que los cuatro jinetes quedamos formando una cruz, en la posición de los cuatro puntos cardinales. Mi caballo relinchó y se encabritó al ver tan cerca las otras tres cabezas. Le di unas palmaditas en el lomo y lo acaricié con suavidad. Entonces Paco ordenó que nos separáramos. Yo seguí atendiendo a mi caballo; Sebas y Manu se lo tomaron a broma. Hasta que Paco sacó la escopeta de la funda y apuntó a Sebas. “El que consiga llegar a Portugal ya sabe dónde encontrar al resto”. (Dulce)

         No hubo resto que encontrar; Sebas nunca llegó a Portugal, ni a ninguna parte, dos días después de separarnos lo encontraron los civiles, ya nadie más lo volvió a encontrar. Manu, Manu, que se paso tres años en una lóbrega cárcel, hasta que una neumonía se lo llevó. Mira que había dicho Paco que teníamos que separarnos, pero no, ellos dos juntos y juntos los cazaron. Y Paco, mi querido Paco, de sonrisa franca y animoso corazón. Que manera más tonta de morir, atropellado por un camión lechero, qué forma mas prosaica de dejar este mundo para un guerrillero  
      Echo la memoria atrás y recuerdo, me duele, me duelen los recuerdos, me duele esta foto, me duele la pierna que me agujerearon en la frontera, me duele no recordar apenas mi idioma, me duele haberme pasado la vida como un simple carpintero, con el nombre de otro, en el país de otros. Tal vez sea hora ahora, de salir de este “armario” y volver al pueblo, de ser de nuevo el chico de la foto, de recordar mi nombre, de decirme a mi mismo, yo soy Juan Prieto.
(Marta)

jueves, 3 de marzo de 2011

LA MAGIA DE UN SUEÑO de Teresa María

             El tiempo no se detiene. Camina sin permisos  con trazos delineados hace mucho. despacio para unos, rápido para otros, volando a veces. El tiempo va pasando y dejando en su horizonte la mirada soñada para quien siempre mantuvo la esperanza.  
         Ha pasado medio siglo, pero encontraría a alguien. 

        - Hola, en verdad no busco a nadie, ya me he acostumbrado a estar sola ...
          -  Pues a mí me pasa lo mismo ...
          -  Me pareces simpático y por eso te saludo ...
          -  Gracias por contestar ... también te veo simpática ...
          - Es difícil hablar con alguien a quien no conoces, no te parece?
          - Por supuesto que sí, pero no imposible!
          - Sí, ya lo veo y de lo dificil paso a lo posible, a ti que te parece?
          - Que lo posible existe y lo estamos haciendo ...
          - Sí, pero... si no nos conocemos ...
          - Sí, en eso estamos ... conociéndonos ...
          - No dejas de ser un desconocido.
          - Podría decir lo mismo, mi querida desconocida.
          - Pero ...
          - Pero ... te importaría conocerme más?
          - Quizás tengas razón, lo desconocido se puede tornar conocido.
          - Entonces ... ¿te apetece conocerme?

        Son  las 12 de la noche. Olvidan  que el permiso permitido por la página de encuentros termina a esa hora. Ella, no puede responder su sí a la pregunta del desconocido. 
        Cuarenta y siete millones de habitantes,  el país, unos cuantos de biliones, el mundo,  fuera de cuestión encontrar al desconocido.
        Sin embargo, el milagro se produjo.
       Él consiguió localizarla, intercambiaron sus correos, sus móviles, su magia.
       Seis meses después se ha convertido en  la persona más importante de su vida  y esa magia , que no parado de crecer, les ha hecho compartir  el mismo sueño.

FAUSTINE DE BRAGELONNE de Guillermo Escribano

Era una señora compleja, con su porte real e imaginario. Adornada de redondeces varias. Cabeza esférica, cultivada con un pelo de corte griego, azabache y rizado. Gafas negras, refulgentes, circulares; con aderezos diamantinos. Su papada dibujaba en mi imaginario esa cabeza redonda hincada sobre un cuello de palo marmóreo, como un chupa-chups. El palo continuaba hasta otra esfera mayor: su tronco redondo y liso envuelto en tul negro con escote de pasamanería desde donde ascendían dos bolas como canicas de ópalo noble. Blanca y negra, hermosa de proa a popa, se sentó en un taburete, junto al mío, al que ató una perra de andares cansinos sin orejas que arrastraba las ubres por el suelo del bar.

     De sus labios grana surgieron varias voces ásperas en coro, de cánticos malditos y extravíos armónicos, y pidió a la camarera:
       —Florence, guapa, ponme una botella de Ruinart con tres copas. Una para ti, la otra para mí y la tercera para este muñeco que tengo a mi lado. — Me señaló con un ademán, inclinando a babor su imperial carraca. Luego se dirigió directamente a mí:
       —Hola, nene. Faustine du Bragelonne, encantada de conocerte. —dijo alargando su mano.
       Hice un gesto impensado, como movido por un resorte legendario y comediante: besé su mano. Tras una reverencia, levanté la mirada y acerté a decir:
       —A su servicio, vizcondesa. Venga esa copa y brindemos los tres por la salud de su casa y la victoria de su causa.
       Alzamos nuestras burbujas hasta la altura de los ojos. Me hice mosquetero durante aquel fin de semana.

EL FRÍO DEL FUMADOR de Marta Pantiga

         Daba pataditas de manera arrítmica sobre la acera intentando calentarse los pies. Los escasos transeúntes que pasaban por la calle la miraban con una mezcla de repulsa y condena, como diciendo, te está bien empleado el frío que pasas. Ella siguió impertérrita, arrebujada en su abrigo completamente abotonado, pertrechada con bufanda y guantes.

El frío caía a plomo del cielo estrellado. Se apartó de la puerta para dejar pasar a una pareja que entraba en el local, la miraron como quien mira una cucaracha, con cara de asco, le dio igual, aunque sintió una punzada de dolor en el espíritu al sentir el calorcito y el ruido de fondo que se escapaba del local a través de la puerta entreabierta,” los paraísos perdidos”, pensó para sí.
No le importaba que hubieran pasado casi veinte años desde la prohibición, era una transgresora y lo seguiría siendo, nada podía igualar esos momentos en los que saboreaba su libertad personal. Siguió un momento con su baile silencioso, sintiendo aquel frío que ponía precio a su libertad, exhaló la última calada del cigarrillo, disfrutando de la visión del humo uniforme perdiéndose en la noche, tiró la colilla al suelo, la pisó, y sonriéndose, sintiendo el regusto prohibido del tabaco en sus labios, volvió a entrar en el local, donde el resto de la humanidad seguía obedientemente las reglas establecidas.

miércoles, 2 de marzo de 2011

ENTRE PÁRRAFOS

Guillermo desprecia precipitadamente sus sueños. En el que acaba de terminar, contraviniendo todas las reglas y conduciéndose bajo los efectos del alcohol, ha circulado en sentido contrario y provocado una masacre, atropellando muchas palabras y frases inocentes. Tras ser detenido, es conducido a juicio. Un tribunal popular le condena a privación de lápiz, papel y de libertad para garabatear. Una vez en su celda se agarra a un clavo no ardiente con el que escribe hasta agotar las paredes. Cuando los carceleros de papel se percatan del hecho le colocan una camisa de fuerza. Recurre al relato oral que repite como un miserere, hasta que le enfundan la boca con un bozal con silenciador. Cuando solo le queda el pensamiento, se despierta.

.....Se dirige hasta un café donde Isabel, sentada tras una humeante taza ante un velador de mármol, lee un libro. Ordenan otro café bien cargado. El amargor del café le retrotrae al sueño.
.....—Isa, ¿Qué opinas tú de esto?—paranoico.
.....—¿Qué opino yo… de qué?—paciente.
.....—Del párrafo precedente—angustiado.
.....—Non capisco. Dis-moi—tranquila.
.....—Ah, claro, perdona. No puedes verlo sin salir de este párrafo. Mira arriba.
.....Y comienzan ambos ≪Guillermo desprecia precipitadamente…etc., etc.…≫
.....— Ya veo. Has soñado con tus secuencias consuetudinarias, con tus consecuencias. —dice ella calmadamente.
.....—Vale, de acuerdo ¿pero qué crees tú que hacemos en este segundo párrafo?
.....—Vivimos de lo que leemos y nos leen. No te preguntes que hacemos, sino qué nacemos. En el primer párrafo tienes un lector, en el segundo lo retienes.
.....—¿Crees que lo estamos consiguiendo?
.....—Eso solo se puede comprobar desde fuera. Salgamos de este párrafo.

.....Salen del café. Es un día festivo, soleado pero muy frío. Pasean encogidos dentro de sus gabanes. Atraviesan una plaza entre una gran algarabía de niños que corren de un lado a otro caóticamente. Isabel escucha y mira todo a su alrededor con mirada creativa. Hace fotos. Toma notas. Guillermo escucha y mira lo que hace Isa. Cruzan sus miradas, sonríen. Estallan en carcajadas.
.....—¿Sabes que me pide este párrafo? ¡Adivínalo!
.....—Que nos tomamos un vermut ahí mismo—señalando una mesa libre tras un cristal.
.....—¡Bingo!
.....Se sientan.
.....—¿Desean los señores?—les mira un camarero con chaquetilla blanca y pajarita.
.....—¡Martini!—los dos al unísono. La pajarilla se desequilibra sobre la nuez del camarero.
.....—¡Rosso!—dice Isabel.
.....—¡Bianco!—dice Guillermo.
.....—Ahora me temo que no vamos a poder seguir reteniendo al lector que nacimos en el primer párrafo.
.....—No sé. Podríamos abandonarlo aquí, dejarle un final abierto. O volver para corregir todo al primer párrafo y dejarlo en un limbo cíclico.
.....—¡Eso sí que no! Esto se acaba así y punto. Que le den al lector. ¿Lo borramos todo? ¿Para que sirve toda esta mierda?
.....—Al lector lo tenemos en el primer párrafo, lo retenemos en el segundo. Pues está claro, en el tercero, lo entretenemos.
.....—Estamos jodidos….
[Fundido en negro…mientras sus voces se acallan poco a poco]

martes, 1 de marzo de 2011

TU LLANTO HUELE A NADA

“Así, sin apellidos: Ludovico, el gran señor de las artes y de la guerra…”
-Espantos de agosto-
Gabriel García Márquez



     Quisieras oír su respiración, pero afuera bajo tu ventana están los perros aullando, y no te dejan. Sin embargo podés sentirla, porque ella está durmiendo como le indicaste que lo hiciera, con la cabeza y el pecho desnudo sobre tu pecho. Ella forma parte de la gente que obedece, vos no, por eso vos siempre estás diciendo –Yo acá soy Dios- porque sos el amo del lugar y de la gente del lugar, y hasta sos el amo de los perros que esta noche no saben hacer silencio.
     Aún dormida ella se da vuelta, se desliza, la ves darte la espalda y alejarse. El jergón que comparten, relleno con hierbas, se hunde ligeramente bajo su peso, imaginás que las hierbas habrán resultado vencidas en alguna guerra y que ese es el motivo por el que están ahí, prisioneras. Abrazás su cuerpo contra el tuyo, querés calmar el frío que sentís con la tibieza de su sangre. Según vos el frío de esta noche es un tributo que estás pagando porque esta noche sos un dios que ha tomado conciencia de su derrota. La apretás con más fuerza.
     Ella cruza un brazo cubriendo sus pechos, recoge las piernas, se oculta. No vas a permanecer sobre el jergón, no cuando sentís que te rechaza.
En cuclillas rozás sus labios con los tuyos, no se despierta. Su aliento te sabe dulce. Hace unos minutos sobre esa misma cama jugaba al amor y comía fresas. Jugaba con vos, comía sin convidar.
     Podés ver el color del perfume a fresas que impregna la habitación, es un olor que tiñe de violeta las cortinas bordadas con hilos de oro, tu retrato al +oleo, tus armas ya cebadas, los leños que arden en la chimenea. Un olor frío que agrava el frío que sentís.  Podrías vestirte pero tenés miedo de comprobar lo que suponés, que la ropa sería inútil. Intentás aliviarte envolviendo tus manos con su pelo.
     -¿Qué hacés Ludovico? ¡Dejame!- dice sin abrir los ojos. Y sigue durmiendo, tibia, serena.
     Te sentás en el suelo frente a la chimenea encendida, en el juego de luces y sombras que irradian las llamas creés ver una jauría dibujada en tu piel. Tenés el cuerpo poblado de cicatrices, en un tiempo que no es el de esta noche estuviste orgulloso de tu condición de soldado y de tus batallas, un tiempo en el que te resultaba un gusto apoyar, como ahora lo hacés sin gusto, tus nalgas de amo frente a la chimenea, un tiempo que acabó de pronto, mientras ella mordía fresas.
     “Dice que la deje” pensás “No puedo. Sería como llevarme el cuerpo y dejar el alma abandonada. “
     La viste por primera vez hace un año, pintabas tu retrato aquí mismo, frente a la chimenea, entró con un  sobrecama entre sus brazos, dispuesta a estirarlo en el jergón. Observaste las ondas de su pelo largo, tus ojos de artista captaron el modo en que esas ondas atraían la luz, tu espíritu guerrero quedó prendado en la belicosidad de su mirada.
     -¿Cuál es tu nombre muchacha?-preguntaste fingiendo indiferencia.
     -Violeta-contestó, fingiendo que la intimidabas.
    Esa mañana, ella, la encargada de acomodar la pasamanería sobre tu cama, demoró horas en salir de tu cuarto. Antes tu vida sólo había estado signada por dos grandes hitos, esa guerra en la que te hiciste rico y el período de paz que le siguió  y  que hizo de vos un hombre poderoso, tiempos que no se midieron en años sino en armas obtenidas, en títulos ganados, en tierra, comarcas que pasaron a ser tuyas junto con su población, de la que tomabas sus niñas y sus mancebos para calmar con ellos el hastío que la riqueza y el poder te habían provocado. Ahora son otros los que guerrean y acrecientan sus fortunas, vos llevás un año ocupándote sólo de ella. Pero ella no te calma.
     El reloj de péndulo da la primera campanada y te parás de un salto, son doce, las contaste con los dedos, aún fríos, a pesar de la proximidad del fuego.  “Habrán sido doce las fresa que comió y doce los besos que evitó darme por comerlas y doce docenas las veces que latió mi corazón desde que se quedó dormida. Mi corazón no late, aúlla; debiera hacer silencio me avergüenza, mi corazón es un traidor, un perro traidor, un perro al que hay que echar fuera. Con este puñal puedo sacarme el corazón y dárselo a ella, hacerle creer que es una fresa. Y ella preguntará por qué tengo un puñal en la mano y yo no voy a contestarle y ella va a insistir y cuando se convenza de que no estoy dispuesto a responder mi silencio le provocará risa y después como siempre sucede comenzará a hablar de cualquier cosa cállate violeta.”
     -Callate Violeta- decís en voz alta, con rabia. Ella se despierta. En la chimenea arde el último leño.
     -¿Qué hacés con ese cuchillo?
     -Callate Violeta.
     Das media vuelta, el fuego queda a tu espalda. La jauría que te acosaba ahora corre por su vientre, ves sus patas inmundas, ves como psan sus hocicos apestosos por esa piel que es tu tesoro, tu privilegio. Y tenés la certeza de que ella los está sufriendo porque te mira aterrada, mueve los labios intenta decir algo.
    -Callate Violeta repetís bajito, dos palabras que ahora son una súplica para que no te distraiga cuando la estás por liberar.
El puñal, en tu mano, baja y sube muchas veces.

     Sobre el olor de las fresas se percibe otro y sabés que este otro no sale de vos que quizá salga de ella, que es un olor trágico, un olor rojo. Aspirás profundo y sentís cómo ese olor trágico y rojo entra por tus ojos y ya no te cave la menor duda: no fuiste capaz de impedir que los lobos le comieran las entrañas. Hundís las manos en el hueco por el que estás culpando a las bestias y te embardunás los brazos, el pecho, las piernas, con ese olor que no es el tuyo. Las lágrimas sí son tuyas, caen varias sobre su frente. Temiendo haberle contagiado esa sensación de frío que desde hace rato te atormenta la tapás con las sábanas.
"Voy a ahorcar a los monstruos engendros malditos no preciso armas voy a estrangularlos con mis propias manos.”
     Recorrés gran parte del castillo, unos cuantos sirvientes te ven pasar desnudo y pintarrajeado de rojo, pero nadie hace el intento de preguntarte qué te ocurre o si precisás algo, nadie te detiene.
     Afuera el viento levanta polvo, nubla la luna y te obliga a entrecerrar los ojos, de todos modos ahora, excepto la silueta negra de las murallas que mandaste construir para protegerte de los que estaban del otro lado, no hay qué ver. Intentás percibir el olor de las murallas pero tu llanto huele a nada y esa nada va colmando tus sentidos uno a uno.
     Vos no los buscás, ellos te encuentran: nueve feroces perros de caza.
     Es una noche helada.      

EL BICHO RARO

     Fonso se estaba aplicando after shave sobre su recién afeitada cabeza cuando desde la habitación le llegó la voz de Bibi, su mujer: 
–Querido ¿te fijaste que el decano se ha quitado la anilla que le sujetaba el párpado a la ceja? !Qué barbaridad! Le quedaban bien. ¿No crees querido?
No, no se había fijado en ese insignificante detalle que, por lo visto a su mujer no le pasó desapercibido en el acto de inauguración del nuevo curso lectivo de la Universidad Central, de la cual el decano era ponente. Indiferente al comentario de su mujer, Fonso cogió la crema abrillantadora de su armario del lavabo y empezó a aplicársela. Se acercó el espejo de aumento y comprobó lo maravillosa que era. Realzaba los trazos, intensificaba los colores del tatuaje. Su dragón alado bicéfalo parecía moverse, casi volaba, sobre la brillante piel de su rala cabeza.
     ––Ya sabes qué es un tipo raro, el decano. Allá él ––le dijo desde el lavabo, nada más que para mantener un mínimo hilo de conversación.
     –Desde luego querido. Estoy intrigada. A ver qué se pondrá en vez de esa anilla.
     Fonso se frotó las manos en la pica de su lavabo de grifos dorados. El efecto de la crema abrillantadora se hizo notar también en sus dorsos, donde sendas plantas carnívoras abrían sus pétalos dentados y enredaban sus pilosas raíces por cada uno de sus dedos. En ese momento oyó el zumbido de la máquina quita tatuajes de su mujer. Miró su reloj Rolex. 
     –¿Ahora te vas a borrar un tatuaje? 
     –Es un momento, querido. Es el del hombro derecho. Ya no lo soporto !Está tan pasado de moda! He pensado que me quedaría mejor un nuevo Garay. Es un artistazo. ¿Qué te parece, querido?
     –Anda, déjalo para otro día, que llegamos tarde. 
     –Son cinco minutos, querido. Ve a ver si Carol está preparada.
     Su mujer siempre le hacía lo mismo cuando tenían que salir de casa para acudir a una cita, a alguna exposición, al cine o al teatro y quería que la dejasen en paz para arreglarse a su gusto. Enviarlo a vigilar a su hija. Pero Fonso ya había aprendido a dominar sus prisas. Tenía un truco. Se pasaba la bola de plata que atravesaba la punta de su lengua por encima de la fila de anillas que adornaban su labio superior. El sonido que producía, como el rasgar de una cremallera, le tranquilizaba.  Así lo hizo, mientras se anudaba el cinturón en torno a su albornoz blanco, con sus iniciales bordadas en el bolsillo. Luego se aseguró que las toallas estaban en sus colgadores térmicos, que el mármol brillaba y que no quedaban rastros de pelos en el lavabo en forma de vasija cuneiforme, último modelo de la marca Roca. 
Entró en la habitación de matrimonio. A través de sus grandes ventanales apreció que ya había oscurecido. Ahí abajo, a los pies de la loma donde tenían su casa, la ciudad empezaba a iluminarse. En algún lugar de ese mar de luces, un asombroso espectáculo les estaba esperando. 
     Se giró. Su mujer estaba sentada en la camilla de tatuajes, iluminada por un foco flexo. Se estaba pasando con fruición la maquinita por el hombro. Finos regueros de sangre se deslizaban por su piel, pero en seguida se los limpiaba con un poco de algodón empapado con solución desinfectante. Tomás observó que ni siquiera se había vestido. Se pasó otra vez la bola de plata por el labio. 
     –Anda, querida, no te entretengas . 
La besó en el cuello, ahí donde a él le gustaba besarla, en el mango del puñal que blandía un elfo, un Garay auténtico que le había costado una fortuna, que se erguía victorioso entre una frondosa selva de plantas exóticas que crecían desde sus preciosas nalgas hasta los omoplatos.
     –Ve a ver qué hace –le dijo Bibi, girándose hacia él y acariciándole el dragón alado cariñosamente. Había, sin embargo, una leve expresión de preocupación en su mirada. Fonso ya sabía por qué. 
     Fonso se vistió unos pantalones de cuero tachonados, una camiseta de tirantes que dejaban sus tatuajes al descubierto y unas botas a media pantorilla con hebillas metálicas. Informal, cómodo. Se adornó con unas cuantas cadenas de perro sobre los hombros y alrededor de las muñecas. Ceñido al cuello, el collar de púas de cristal de Skarzosky. Se observó en el espejo. Y entonces descubrió que todavía quedaba un pequeño espacio en el lóbulo de su oreja, entre dos argollas. Cogió la máquina perforadora y se práctico un orificio en ese intersticio. Sintió la habitual punzada, nada que no pudiese soportar. Abrió su joyero y cogió un aro de plata. Se lo introdujo. Ahora sí. Estaba presentable. Lo suficiente. No era cuestión de deslumbrar. No iba a un importante acto de sociedad, ni tampoco tenía que dar una conferencia en la Facultad. 
     Su hija Carol le respondió con el “déjame en paz” con el que siempre le respondía cuando Fonso llamó a la puerta de su habitación.
     –Date prisa, cariño. Que llegamos tarde.
Esperó una respuesta. 
     –No te saques cosas –le pidió a través de la puerta– ya sabes que a tu madre no le gusta.
     Déjame en paz, fue de nuevo la respuesta de su hija.
Fonso bajó al salón. Se dedicó a ordenar su biblioteca, su escritorio, el mueble del televisor. Apagó el ordenador. Su mujer apareció al cabo de quince minutos, deslumbrante. Se había puesto unos tejanos desgarrados, por cuya baja cintura asomaba un tanga de piel de leopardo, un corpiño lleno de agujeros que por detrás dejaba su espalda a la vista y por delante marcaba sus pezones perforados por dos argollas. Se había adornado el rostro con una cadena de eslabones planos que colgaba de una oreja a otra, pasando por el gran aro que perforaba su labio inferior. Muy apropiado para una velada vespertina. Un fular ocultaba hábilmente el hueco del tatuaje borrado. Carol bajó veinte minutos más tarde. Como siempre, iba enfundada en ese horrible abrigo que ocultaba todo su cuerpo. Tanto que les había costado y no había forma que su hija luciese sus encantos. Subieron los tres al coche, un Toyota Prius eléctrico de última generación que les esperaba aparcado en el porche de entrada de su casa.    Tomás condujo con precaución, procurando emitir el mínimo Co2 a la atmósfera. 
     Llegaron al Centro de Antropología en veinte minutos. Fonso detuvo el coche frente a la puerta. Le dio las llaves a un aparcacoches. En el hall de entrada había mucha gente haciendo cola. En el centro de esa espaciosa sala de atrevida arquitectura, un grupo de personas formaban un coro. Reconoció a sus compañeros de la Facultad. Estaba Julián Crespo, catedrático de sociología, Miriam Salgado, de literatura hispanoamericana, Carlos Pacheco, de historia del arte. Hablaban, como no, de la desaparecida argolla del decano. Fonso y su mujer les saludaron cortésmente, pero no se quedaron a escuchar sus encendidos comentarios. Fonso estaba impaciente por ver el espectáculo, así que tiró de su mujer y se situaron al final de la cola. Al contrario de lo que había temido, la fila avanzaba a buen ritmo. En cinco minutos ya había dejado el hall. Entraron en un pasillo oscuro, iluminado con luces ultravioletas que potenciaba los colores de los tatuajes y de los piercings de todos los visitantes. Era un espectáculo maravilloso. Ahí se concentraba lo más selecto de la ciudad. Gente culta, bien preparada. de exquisito gusto. Eso sí, mucho Garay y mucho Skarzosky . El pasillo desembocaba en una amplia sala. Quedaron en penumbra. Unas lucecitas en el suelo le indicaron el camino hacia unas gradas. Guió a su mujer y a su hija hacia allá. Tomaron asiento. En el centro de la sala, iluminada tenuemente, unas cortinas formaban un círculo, ocultando algo, tras llas.  Quizás un escenario, o una vitrina. Se escuchaba una música. Un compás sostenido y repetido, que creaba expectación. El ritmo fue aumentando gradualmente. Se hizo la oscuridad. Una explosión de graves. Una voz potente que anunciaba que lo que iban a ver a continuación podía herir sus sensibilidades. Un hecho inaudito. Un vestigio de otra cultura, de un pasado remoto. Un ejemplar único y de valor incalculable. 
     –Damas y caballeros, ante ustedes: El bicho raro.
     Una ráfaga de pirotecnia le deslumbró. Las cortinas cayeron a plomo. Apareció una enorme vitrina circular de cristal. En su interior, flotando inerte en formol, el cuerpo desnudo de una mujer joven, de piel blanca y rubios cabellos. Un ooh sacudió la sala. Fonso no daba crédito a lo que veía. Vio que Bibi se llevaba las manos a la cara, horrorizada. Los ojos de Carol era como dos faros. Pasado el primer impacto, Fonso se atrevió a contemplar con detalle el cuerpo. El color de la piel desnuda, virgen de tatuajes. La ausencia de piercings, agujeros e incisiones. Dios mío, cómo era posible que alguien pudiese vivir así. 
     –Pobre chica, qué vida más horrible debió tener ––dijo Bibi. Y a continuación apartó la vista del bicho raro y se fijó en su hija. –No mires, cariño. Ya le dije a tu padre que no debíamos traerte.
     –Pues a mí me gusta –dijo Carol. Y acto seguida, se levantó, se giró hacia su madre y se quitó el abrigo. Horrorizado, Fonso vio que estaba desnuda toda ella. Pero desnuda desnuda. No quedaba ni rastro de los tatuajes que le habían hecho los más selectos artistas y que tanto dinero le había costado. Ni un aro, ni una tachuela, ninguna bolita de plata en el ombligo ni en su clítoris. Nada. Fonso buscó a Bibi con la mirada. La encontró desmayada en el suelo. Con rapidez y determinación le puso el abrigo sobre los hombros a su hija. Reanimó a su mujer. Formando una piña los tres, ocultando a su hija de miradas curiosas, consiguieron abandonar la sala. 
     Por un momento, Fonso se imaginó a su hija dentro de esa vitrina, flotando inerte.