lunes, 28 de febrero de 2011

ISLAS

            
     Eduardo vivía en un pueblo pequeño a orillas del Mediterráneo. Su carácter ermitaño era un tanto misterioso para toda la gente que le conocía. Les llamaba particularmente la atención sus constantes viajes hacia una pequeña isla cercana al pueblo. Para llegar hasta ella siempre contrataba el mismo barco pesquero, tú sabes que pago bien, así que callar con lo que veas y lo que escuches, le repetía a su dueño en cada embarque. 

           De regreso a sus casas, sin dirigirse la palabra, cada uno tomaba caminos diferentes, la de Eduardo, en el lugar más distante del pueblo. 

           El ceremonioso ritual también se repetía: se sentaba en su sillón preferido, sacaba un grabador minúsculo y escuchaba absorto durante horas los mensajes recogidos, el registro de aquellas voces demasiado agudas, en un dialecto desconocido que sin embargo le pulsaban una memoria más añeja que él mismo. Intuía que esos sonidos querían comunicar algo, pues nunca hubo daños en el micrófono que hacía bajar por la hendidura de la cueva hacia las profundidades, como si quienes vivían en las hondas penumbras respetaran esa intromisión de otro mundo. 

           Alguna vez en el bar del pueblo se le escuchó murmurar a su copa…”pronto será el día… pronto, muy pronto…....!! Y con esto se habían elucubrado las más asombrosas inferencias sobre sus misteriosos viajes.
          Se hablaba de luces multicolores que resplandecían desde la isla, de la desorientación de las brújulas en la zona, de barcos piratas hundidos en el siglo pasado, del miedo de los pescadores a acercarse por allí y Eduardo, más allá de todo, al escuchar estos rumores, solo atinaba a dibujar una mueca que emulaba una sonrisa.
           Por otra parte, las mujeres del pueblo en edad de merecer, tomadas de los brazos, se paseaban frente a su casa mirando de reojillo mientras se susurraban sus fantasías más recónditas sobre aquel apaciguado y solitario hombre.

          Isabel, para la cual alguna vez Eduardo tuvo ojos, en un arrebato de celos había dispersado en el pueblo la fantasía de que fue seducido por una sirena y nunca más volvió a fijarse en nadie. 

          Fue el 14 de agosto de 1986. Ese jueves de límpido cielo azul, una gran nube blanca de forma extraña se poso cerca del pueblo durante gran parte de la tarde, muchos dicen que sobre la isla, y luego de extraños sonidos y sicodélicas luces que resplandecían dentro de ella, se alejó como volando hacia el horizonte. Esa mañana, Eduardo fue dejado en la isla, nunca más se le volvió a ver.    

VIDAS

     Dedicado a Guillermo Iglesias con toda mi admiración hacia su trabajo y mi agradecimiento por participar en este proyecto literario. Por nuestra entrañable amistad transatlántica.

Querido  Guillermo,

                  Ante todo amigo,  no te asustes. Como ves ni viva ni muerta puedo dejar de escribirte. Todo sucedió muy rápido, no tuve tiempo de despedirme, ni siquiera de mí misma.
Es domingo y como siempre te envío mi relato, tal como acordamos hace ya bastantes años cuando tú y yo nos conectamos desde las palabras y  surgió esta bella amistad que aún perdura. Jamás imaginé esta segunda existencia y mucho menos que este alma inmaterial, que permanece intacta, pudiese seguir escribiendo y escribiéndote.
                 Se titula VIDAS,  mi primer relato  desde este extraño e inmenso lugar inexplorado aún y que todavía, después de dos años, sigue produciéndome sensaciones contradictorias e inquietantes. Es, evidentemente,  autobiográfico, mi manera de hacerte saber  todo lo que he vivido en este tiempo y sobre todo de que a pesar de que he tenido que renunciar a muchas cosas, estoy bien.  Sé que lo pasaste mal con mi partida pero ya ves, aquí estoy, de otra manera y, además de la intención de consolarte,  guardo la esperanza de que puedas publicarlo póstumamente. Ya es de día: estoy muerta.



                                                           VIDAS

                   Cuando me desperté seguí con mi muerte como si nada.

                  Jamás hubiese imaginado que de muerta soñaría que estaba viva y que disfrutaría de ese privilegio que los sueños tienen de vivir en ellos a la carta.

                  No siempre fue así, me refiero a ser consciente de que había muerto y de mi nueva existencia paranormal, siempre fui una escéptica con las cuestiones del más allá. Al principio la confusión me llevo a un estado de ansiedad insoportable, pues no había tenido tiempo de asumir mi fallecimiento cuando aparecí aquí, encerrada, sola, en la más absoluta oscuridad. Seguía tan apegada a mi cuerpo que tardé mucho tiempo en comprender que él tenía que quedarse en ese  espacio bajo tierra en el que lo enterraron, angustiada, sin poder moverme, sin tiempos, viva. Tampoco me lo puso fácil el haber vivido en la Edad de La Mentira,  donde el espíritu se había quedado aposentado en los sofás de nuestras casas, de nuestras segundas residencias o en los asientos de piel de los autos de última generación. Ni siquiera en mis sueños de finada lograba desprenderme de esa imagen de mujer moderna siglo veintiuno, Primer Mundo.

                Para cuando tomé conciencia de mi nueva realidad, de mi cuerpo quedaba más bien poco. Lamentablemente, dada mi acusada dependencia, tuve que asistir al repugnante espectáculo de su descomposición, un lento e indigno proceso en el que sufrí lo indecible. Mi espíritu también se deterioraba y no podía vislumbrar ningún otro final que el de desaparecer totalmente, cada vez me sentía más muerta, la depresión estaba acabando conmigo. Fue entonces cuando oí tu voz - aquello no fue un sueño- entrecortada por el llanto, me decías que no habías tenido fuerzas para venir a verme antes, que me echabas de menos, que nuestro perro sigue esperándome todas las tardes en la puerta a la hora en que solía llegar del trabajo, que tú también, que nuestra pequeña sigue preguntando, que tú también, que mis padres no han podido superarlo, que tú tampoco, que por fin había sido capaz de mirar la fotos y de leer todos mi relatos, que me quieres, que me odias, que volviste a trabajar pero que estás muerto por dentro, que te perdone. Supe, por ti, que llevaba un año aquí metida y por primera vez sentí que mi alma ya no estaba entre mis huesos y salí.

               Han pasado dos años y desde entonces mi presencia te acompaña todos los días al trabajo haciéndote sentir que no estás solo, y sonríes y no sabes por qué, tú lo atribuyes a aquel día, al alivio de la culpa, al final de un largo duelo, pero soy yo que he vuelto, soy yo que ahora entiendo.
               Por las noches sigo viva contigo en todos y cada uno de mis sueños y hacemos aquel viaje que tanto deseaste y para el que nunca tuve tiempo y papá sobrevive al infarto y yo dejo aquel trabajo anodino y escribo, Max a mis pies,  dormitando, y publico mis relatos, y mamá los lee y entiende alguno, y la niña ya no es una niña, y casi estoy acabando la novela y me traes un café caliente con un beso y te quiero. 

sábado, 26 de febrero de 2011

LA CAMISA

        Después de varios días de lluvia ininterrumpida, a uno le apetece tender por fin la ropa. No por afición, que no es digno de ser considerado como tal este doméstico menester, si no más bien por no dejar que la ropa se amontone y llegue el momento en que al abrir el cajón de los calcetines no encontremos más que los desparejados y nos veamos obligados a ponernos uno de color negro y otro de color azul o usar los del día anterior, con el riesgo de que nos tomen por locos y dejados, en el primer caso, o de que simple y llanamente nos canten los pies, en el segundo. 
        En ese menester, estaba doña Juanita, la viuda del tercero segunda, pinza en la boca y sábana en mano, cuando descubrió, extendida sobre las cuerdas de su tendedero una camisa de hombre de finas rayas naranjas que yacía como muerta. Cosas que pasan en una comunidad de vecinos donde uno, cuando sale al balcón a tender la ropa, acaba sabiendo qué bragas usa la del segundo primera o sobre qué sabanas hacen el amor los del principal primera.Y como doña Juanita es la más veterana en la comunidad reconoce en esa camisa, al ver las iniciales CBM cosidas en la pechera, al propietario de la misma. Pero se queda extrañada, porque CBM no vive en el piso de arriba, si no que es el vecino del piso de abajo, el de la terraza a dónde van a parar todas las prendas rebeldes que tienen la fea costumbre de liberarse de las pinzas. Y entonces, doña Juanita se pregunta si esa camisa habrá ascendido desde la planta baja impulsada por una ráfaga de aire caliente o escalando piso a piso, a pulso de sus mangas y sin sujeción, la muy descerebrada. Hay por medio tres pisos y no hay camisa en el mundo capaz de tamaña heroicidad. No le queda más remedio a doña Juanita que mirar hacia arriba y comprobar que también los del ático, el matrimonio Arcona, han aprovechado el sol de ese día sin lluvia para secar la ropa y que entre unos calcetines y un mantel ha quedado un hueco de tamaño similar al de la camisa. La evidencia se hace evidente, valga la redundancia: la camisa ha caído del piso de arriba. ¿Y qué hacía la camisa de CBM en el piso de los Arcona, Antonio, él y Julia, ella? Mejor no preguntarse, ni hacer averiguaciones, que luego a una, por eso de ser viuda, tener una edad y parecer que no tiene nada más que hacer, le llaman portera, con perdón de quienes se ganan la vida con tan digno oficio. No queriendo pues meterse donde no la llaman y quemándole ya esa camisa entre las manos, opta doña Juanita por dejarla caer por su propio peso, mangas hacia arriba como queriendo agarrase a algo y verla estrellar sus costillas sobre las cuerdas del tendedero del segundo segunda. 
        Y como el día sigue siendo propicio, no tarda en abrirse el balcón del segundo segunda, asomarse Marta y descubrir en las cuerdas de su tendedero una fina camisa de rayas con las iniciales CBM. Mira Marta hacia arriba y se pregunta si la camisa del vecino de abajo, que enseguida ha reconocido, habrá caído desde el tendedero de la viuda. Mal le encaja esa prenda masculina entre faldas, blusas, medias y sábanas de viuda solitaria. Puede que la viuda se gane una sobrepensión haciendo la colada para los vecinos. O que sea de alguna visita, con las mismas iniciales, que se dejó la camisa. No, ambas posibilidades no se sustentan, están cogidas por pinzas. Llega a la misma conclusión a la que ha llegado la viuda, momentos antes: la camisa ha caído del ático de los Arcona. Y entonces a Marta le asalta el recuerdo de haber visto hacía pocos días a CBM saliendo del ascensor con mal disimulada prisa, cosa que le pareció extraña, viviendo CBM en la planta baja y teniendo buenas piernas para bajar un solo tramo de escaleras. Una idea, una sospecha cobra forma en su mente, pero no quiere hacer conjeturas y tampoco le gusta tener entre manos los trapos sucios de la vecindad. Mira Marta hacia la terraza de la planta baja, para asegurarse de que Susana, la mujer de CBM, no ronda por ahí regando las plantas. Viendo el terreno despejado, decide lanzar la evidencia a su destino, y que sea lo que Dios disponga, pobre Susana. 
        Queda suspendida la camisa por el extremo de una manga en el tendedero del primero segunda, agarrado el puño a una cuerda que le evite estrellarse en su fatal destino, sólo un piso más abajo. Se asusta Raquel que la ha visto caer y sale al balcón a rescatarla. !Una camisa de hombre caída del cielo! !Hay si los hombres  apareciesen de igual forma en su vida! se imagina Raquel para aliviar sus pesares de estudiante solitaria. Pasa la mano por la tela, acariciando un masculino torso y nota las iniciales grabadas. Su sueño se esfuma. Sabe que CBM, el apuesto vecino de abajo, no es hombre para ella, que casado y bien casado está. Además no le gustaría hacerle eso a Susana. Y pensando en Susana, Raquel se pregunta qué hace la camisa de CBM cayendo del tendedero de las vecinas de arriba. No se imagina a CBM de visita en el piso de arriba y dejándose la camisa en un inexplicable olvido, a no ser que hubiese por medio un triángulo amoroso con Marta y su compañera sentimental Elvira, recién casadas al amparo de una nueva ley. Eso es imaginar demasiado. A Raquel, a veces se le va la olla. Piensa entonces Raquel en la posibilidad de que a alguna de las cónyuges le guste vestir prendas masculinas y que lo de las iniciales grabadas no sea más que un capricho de la moda. Demasiada casualidad. Mira hacia el tendedero de doña Juanita, la viuda del tercero. Pero llega a la misma conclusión: la camisa no ha podido iniciar su recorrido vertical desde ahí. Deduce entonces que el punto de partida de esa camisa voladora no puede ser más que el ático de los Arcona, y eso..., en fin, mejor no pensarlo. Pero menudo problema se le plantea a Raquel: bajar al piso de Susana, llamar a la puerta, entregarle la camisa, buscar una excusa creíble que la desvincule, jurar y perjurar que ha caído del cielo, por no dar más detalles e implicar a vecinos inocentes. Un callejón sin salida, al final del cual está ella, contra un muro, acribillada por la sospecha y los celos. Mejor evitarlo. Mejor deja caer la camisa y que llegue donde tiene que llegar. Si Susana le pregunta algo, ella se hará la sueca y le señalará con el pulgar hacia arriba, por no señalar hacia abajo y poner cara de circunstancias ante la dolorosa evidencia. 
        Sale Susana a la terraza, regadera en mano, cuando en medio de su preciosa terraza, tendida en el suelo, con las mangas abiertas en cruz, descubre la camisa de su marido Carlos Borja Martínez. Lo primero que hace es mirar hacia arriba. Tres cabezas desaparecen rápidamente tras los ventanales de sus balcones. Con toda normalidad, porque se sabe observada, recoge la prenda como quien recoge un juguete de niño. Luego abandona la terraza y se acerca a la cesta de la ropa recién planchada, en su sala. Cuál es su sorpresa al ver la misma camisa de finas rayas naranjas en el ordenado montón. Sólo un detalle las diferencia: la que ella ha planchado no tiene las iniciales cosidas.  Se toma su tiempo Susana para planchar la camisa prófuga de su marido. Sus lágrimas empapan la camisa y, como si fuesen vapor caliente, le facilitan el planchado de las arrugas más rebeldes. La dobla con precisión y la deposita en los estantes del vestidor, como un militar deposita la bandera sobre el féretro  de un compañero caído. Gira sobre sus talones, recupera la camisa sin iniciales y abandona su piso.
       El timbre de la puerta interrumpe a Julia en el momento en que está haciendo la cama. Abre la puerta y se encuentra con Susana.  
  – Querida,  ¿esta camisa es de tu marido? – le pregunta Susana, con fingida normalidad. 
  – Huy, sí, se me ha debido caer esta misma mañana – trata de explicarse Julia, intentando ocultar su repentino sonrojo.
   –No, querida, no es ésta la camisa que se te ha caído – le dice Susana señalándole la ausencia de las iniciales. – Esta camisa no lleva las iniciales CBM. La que se te ha caído es la que lleva las iniciales de mi marido y no te voy a preguntar cómo llegó a tu casa porque me da igual. Esta, como ves, no lleva iniciales. Y esta es la que llevaba puesta tu marido ayer por la tarde y que se manchó con el vino que tomamos mientras me lo tiraba. Y como soy una tía limpia y ordenada, la he lavado y planchada y aquí te la traigo, para que te enteres. 

Ignasi Raventós

viernes, 25 de febrero de 2011

LAS TETAS DE CANDELA

     Estábamos allí por ellas. Hacía años que debieron haber intervenido esas desmesuradas mamas, ya casi abuelas,  que le habían hecho la vida imposible, pero nunca eran lo suficientemente grandes.
        Era una cuestión de peso. Debían descolgarse de su nacimiento un número determinado de centímetros, ahora no recuerdo cuántos. Sí recuerdo que no lo consiguieron, hace dos años cuando la acompañé a la visita para solicitar por tercera vez la reducción mamaria, la mirada de Candela aquel día, suplicante. Debían alcanzar un tamaño patológico. El protocolo de lo patológico en la Seguridad Social presenta un abanico amplio de posibilidades y grados de sufrimiento que siempre anda rozando los límites de la emergencia, hasta el punto de que, al final, el criterio puede quedar en manos de un sanitario buena persona. Y así fue como Candela,  en su cuarta visita, una mañana de 2010,  tuvo la gran suerte  de que aquel doctor anotase en su informe ese milímetro  más de teta que le faltaba.
     Desde que nacieron, las tetas de Candela no habían parado de crecer. Crecían hacia todas partes, de todas las maneras, en  tres y hasta en cuatro dimensiones. Pero ella era joven y siempre las mantuvo altas como la frente, aunque su espalda se acabase curvando para equilibrar su paso seguro y su coquetería.
     Había tenido que hacerse a ellas. Y soportó hasta la saciedad las miradas de todos: las de hombre, sediciosas, las de mujer, intolerantes, los niños señalando con el dedo, eso no se hace,  las de anciano, verdes; las de los jóvenzuelos, descaradas, acompañadas de esa risa adolescente tan escandalosa que usan para reafirmar la frágil personalidad de sus días.
      Candela convivía con sus pechos con naturalidad. Y con Damian, su marido. Los colocaba para dormir, los sujetaba a medida, los ofrecía, los cuidaba. Estaba hecha a ellos, los entendía y los soportaba. Pero no paraban de crecer  y su capacidad de adaptación y su columna ya no los soportaban.
       Lo de Damián, fue mucho más fácil.
       Su pánico a las operaciones y los contínuos rechazos del insaciable ente sanitario habían retrasado la intervención.
       Pero aquí estamos, un año después, acompañando su espera llena de nervios,  de ilusión  y de miedo. Hoy es el gran día. No tardarán en venir a buscarte. Ese es el peor momento, luego todo pasa, Candela, verás como todo pasa. Estamos todos, el clan siempre está unido aunque sólo sea en estas ocasiones en las que se nos toca la sangre. Besos y manos que se aprietan por si acaso representando una de esas extrañas despedidas quirúrgicas de gorros verdes y camas que caminan, de celador simpático que le quita hierro al tema, de especial sensibilidad.
      Candela ya duerme, ahora la espera es sólo nuestra.
      Los turnos se alternan entre los menús de la cafetería, los cigarrillos furtivos y  la espera de noticias en la  2415 de Can Ruti. Nos repartimos, somos muchos, el clan se organiza bien para estas cosas. La tarde se me echa encima. Anochece. Son cinco horas de intervención, doy una vuelta por casa y vuelvo.
     Todo ha ido bien. Candela vuelve reducida, aun dormita. Pregunta por su hijos, su cielo.  Qué te dije, ya pasó. Aquí estamos.

LA MAGIA DE UN SUEÑO

        El tiempo no se detiene. Camina sin permisos  con trazos delineados hace mucho, muy despacio para unos, muy rápido para otros, a veces volando. El tiempo va pasando y dejando en su horizonte la mirada soñada para quien siempre mantiene la esperanza.

       Ha pasado medio siglo. Medio siglo con la esperanza de un día encontrar a alguien.

      - Hola, en realidad no busco a nadie, ya me he acostumbrado a estar sola ...
      - Pues a mí me pasa lo mismo ...
      - Me pareces simpático y por eso te saludo ...
      - Gracias por contestar ... yo también te veo simpática ...
      - Es difícil hablar con alguien a quien no conoces, no te parece?
       - Por supuesto que sí, pero no imposible.
       - Si, ya lo veo y de lo difícil pasó a lo posible, a tí que te parece?
       - Que lo posible existe y lo estamos haciendo ...
       - Sí, pero... si no nos conocemos ...
       - Sí, en eso estamos ... conociéndonos ...
       - No dejas de ser un desconocido.
       - Podría decir lo mismo, mi querida desconocida.
       - Pero ...
       - Pero ... ¿te importaría conocerme más?
       - Quizás tengas razón, lo desconocido se puede tornar conocido.
       - Entonces ... ¿te apetece conocerme?

       La comunicación se corta ... son las 12 de la noche y no se han dado cuenta de que el permiso permitido por la página de encuentros terminaba a esa hora. Ella no ha podido contestar a la pregunta de su querido desconocido.

EL CANTO DE LA CIGÜEÑA

         Ojalá no hubieras nacido. El eco de las palabras de su madre sorteaba los charcos y el lodo de la oscura tarde de agosto. Lena solía jugar sola, en espera de una pelota que algún niño dejara rodar por la plaza. Hoy el lugar estaba desierto y se aburría. Y cuando se aburría pensaba. ¿Qué había hecho mal? ¿Merecía aquellas palabras tan duras?
Lloró sin querer, sentada en el banco con la cara pétrea por el gélido viento invernal, pensado que esa  vida no le correspondía. Lloró convencida de que,  por alguna razón que se le escapaba, había pecado contra su madre. 
        Un canto extraño a sus espaldas, la distrajo del llanto. Era una cigüeña, una cigüeña posada en un árbol. Pero no cualquier cigüeña. Esta era negra, con los dos ojos rojos y profundos como la cresta de un volcán.
         Se acercó obnubilada ante la imperiosa presencia del ave. Estiró su mano para acariciar las plumas azabaches y se encontró con una garra afilada que la tomó del brazo y la arrastró por la tierra. Lena tomó una piedra y se la arrojó al cogote débil y quebradizo. La cigüeña soltó un crotoro gutural al impactarle la roca y a continuación usó el pico como una gran navaja y le desgarró la campera tres veces. Lena profirió un aullido de dolor.
         La cigüeña voló elegantemente hasta la copa de un árbol y le hundió su mirada hueca y sórdida. Lena quedó atónita, tan extrañada como al principio.
         Se observaron detenidamente, estudiándose. El ave volvió a arremeter contra la niña, pero esta vez más astuta, desplegó las alas dibujando una cruz sobre el cielo gris, y al descender la cubrió con el plumaje para cegarla. Se sostuvo del cinturón de Lena y la arrastró hasta golpearla con un árbol.
          El impacto le sacó el aliento y le cortó el llanto. La cigüeña se posó a su  lado y la miró como se agitaba exhausta. La niña la observó una última vez y creyó comprender todo.
         Susurró lo más fuerte que pudo: ¡Vamos! Y el ave la tomó nuevamente del cinto y aleteó hasta que Lena ya no tocaba tierra.
         Quizás a donde la llevara habría una pelota solo para ella. Y una muñeca.
         Quizás habría una madre que la quisiera, o quizás un padre. Sí, de seguro. 

miércoles, 23 de febrero de 2011

EL MAL PASO

          Antes muerta que seguir con él, iba pensando Ana cuando se paró en el semáforo, no dejaré que me ponga la mano encima, nunca más.
      En estos pensamientos andaba Ana cuando el hombrecito del semáforo se puso en verde. Dios..., pero si es que… , la culpa es de la bebida, no de él.
      Con esas reflexiones seguía Ana a mitad del paso rayado. Sé que me quiere, es esto de estar en el paro, que lleva mucho estrés…pobre...merece otra oportunidad.
      Pensando en eso estaba Ana, cuando un imbécil bebido se saltó el semáforo y la arrolló.
      Murió allí mismo.

martes, 22 de febrero de 2011

LA CASA DE LOS MUERTOS

          Los veía cuando soñaba, no los veía de día, de día solo los imaginaba, o mejor dicho, los recordaba. No es que intentara recordarlos de manera premeditada, es que los olores, las formas, los colores, el sitio en sí, los mantenía presentes en esta vida  de la misma manera que la muerte los mantenía ausentes.

          No sentía miedo alguno, no se teme a los fantasmas de aquellos que te amaron y amaste hace tiempo. La casa no era un cementerio, no guardaba ningún escabroso misterio. La casa era simplemente el lugar donde ellos, todos, habían vivido hacia ya tiempo, y en la que ahora solo vivía ella. El hecho de ser la única viva, no la hacía feliz, de hecho la hacía sentirse triste y sola y vivía esperando irse allá también, con más ganas de estar allí que aquí.

          Mientras mantenía el orden en la casa, repasaba que todo estuviera bien, el polvo fuera de los recodos, los marcos con las fotos bien puestos, los cuadros que había pintado el abuelo, las sábanas que había bordado la tía, se sentía como el bedel de un museo de esos importantes, revisando los tesoros allí guardados. Pero ella no tenía visitantes a los que contar las hermosas historias que acompañaban a sus joyas.

          Nadie escucharía que el abuelo había pintado aquel recodo del río para la tía María cuando ella estuvo tan malita (tan malita,  sonrió, que según la tía Josefa la amortajaron y todo) porque era el sitio a donde le gustaba ir a pasear, o aquel traje tan bonito de corte tan varonil y gallardo, que le cosieron al tío Antonio en una noche, porque tenía que ir a examinarse a Madrid y no había dinero para comprarle ropa, y aquella foto del tío Agustín portando el estandarte de la cofradía, el único con aquel honor en toda la familia. 

          Ahora todos estaban muertos y los recuerdos,  guardados en sus silencios. Algún día, no muy tarde,  se decía, cuando ella muriera, volvería a estar con ellos, unida a los recuerdos de la casa, todos juntos de nuevo, felizmente muertos.

LA HUERTA . Versión II

         En un extremo de la huerta, junto al muro de hormigón, crecían los tomates. El rojo brillante de su piel contrastaba con la superficie rugosa y opaca del cemento. Nuria se dispuso a arrancar unos cuantos para la ensalada, con cuidado de no estropear las tomateras. El primero estaba tan maduro que se deshizo entre sus dedos. Olía a podrido y lo tiró, asqueada.

         No tenía ni idea del tiempo que había pasado junto a la pared hasta que la llamó su abuela. Notó un enorme sofoco y dolor de brazos. Tenía las manos rojas y arañadas, y el interior de las uñas lleno de semillas. El muro estaba teñido de rojo con grumos como sangre coagulada. Esparcidos por la hierba, yacían trozos de piel de tomate que habían sobrevivido al destrozo.

        Se volvió y atravesó las plantas, ahora huérfanas de fruto. La abuela le palpó la cara. “Sufriste un golpe de calor, nena”, afirmó. No tuvo fuerzas para contradecirla y dejó que pasara el brazo por sus hombros como la garra de un águila sobre su presa.

        Callada, Nuria subió a su habitación, se recostó sumergiendo la cara en la almohada y dejó que sus sueños la llevaran lejos de ese cansancio que la agobiaba después del episodio de las tomateras.
       Trató una y otra vez de conciliar el sueño sin conseguirlo, pues cada vez que apretaba los ojos intentando dormir, percibía esa sensación roja de deshecho que le había quedado en las manos. 
         Sin abrir los ojos comenzó a sentir un aroma a tomate fresco, inquieta, se levantó de un brinco y corrió al espejo. Quedó muda ante la imagen que reflejaba, su piel de un rojo brillante y sus cabellos enraizados le hicieron saber que de algún modo las semillas del tomate incrustadas en sus uñas habían germinado en su piel.
        Pasaron algunas horas antes de poder parpadear, sin poder gritar. A lo lejos se escuchaba la voz de su abuela.
       Nuria entonces bajó la mirada hacia sus manos, revisó su piel partícula por partícula y después de un gran suspiro, pensó que su imaginación la puede llevar a mundos fantásticos.

domingo, 20 de febrero de 2011

LA HUERTA . Versión 1

           En un extremo de la huerta, junto al muro de hormigón, crecían los tomates. El rojo brillante de su piel contrastaba con la superficie rugosa y opaca del cemento. Nuria se dispuso a arrancar unos cuantos para la ensalada, con cuidado de no estropear las tomateras. El primero estaba tan maduro que se deshizo entre sus dedos. Olía a podrido y lo tiró, asqueada.

         No tenía ni idea del tiempo que había pasado junto a la pared hasta que la llamó su abuela. Notó un enorme sofoco y dolor de brazos. Tenía las manos rojas y arañadas, y el interior de las uñas lleno de semillas. El muro estaba teñido de rojo con grumos como sangre coagulada. Esparcidos por la hierba, yacían trozos de piel de tomate que habían sobrevivido al destrozo.

          Se volvió y atravesó las plantas, ahora huérfanas de fruto. La abuela le palpó la cara. “Sufriste un golpe de calor, nena”, afirmó. No tuvo fuerzas para contradecirla y dejó que pasara el brazo por sus hombros como la garra de un águila sobre su presa. 

           Como iba contradecirla, siempre le había tenido miedo, tenía algo en su mirada y en su forma de ser que la aterraba, y después de lo del huerto, sabía que  se vengaría de algún modo. Ella era así,  hipócrita y mala.

          Fue la visión del muro rojo, ensangrentado, lo que la dejó paralizada y dolorida,su madre.  Núria  siempre sospechó,  aunque no tenía pruebas,  que algo había tenido que ver ella en su trágica desaparición. Seguía sintiendo sus  garras en el hombro, en la cintura, pero  haría lo imposible para que la historia no volviera a repetirse.

sábado, 19 de febrero de 2011

CARRETERA SECUNDARIA

   Necesitaba echar un trago, así que me desvié en el primer chiringuito de carretera. 
      Al rodar sobre el terreno irregular, el coche crujió del lado de la abolladura. Menuda imprudencia la de aquel tipo. Cruzar sin mirar en el único cambio de rasante en cien kilómetros. Casi no había tráfico, pero eso no justifica que no se asegurase. Allí quedó, en el suelo, con la cabeza vuelta hacia mí; muerto, sin duda. Lo empujé con la bota hasta que rodó a la cuneta. Volví al coche, no sin antes asegurarme de que nadie había visto el accidente; al fin y al cabo, ¿qué podía hacer por él? Estaba impaciente por llegar a Sausalito; Nora me estaría esperando. ¡Un año sin verla! Un año perdido, encerrado en aquella miserable celda. .

     Dentro del bar olía a fritura y a tabaco. Me dirigí derecho a la barra. La camarera se entretenía en sobar el tatuaje en el bíceps de un individuo que parecía un camionero. Di un chasquido con los dedos para llamar su atención. Me miró con fastidio y, de mala gana, se acercó a mí. 
     —¿Qué le pongo?
     —Un whisky largo. 
      Pasó un trapo mugriento sobre la superficie de madera balanceando sus enormes pechos. Cuando se dio cuenta de que los miraba, me lanzó una sonrisa que le infló los carrillos hasta casi cerrarle los ojos. 
      —¿Vienes de lejos? 
      Estuve a punto de contestarle que tenía prisa, pero me contuve a tiempo. Era posible que la policía parara por allí a preguntar y no convenía levantar sospechas. Pensé en Nora y traté de ser amable. 
     —No mucho. Y tú, ¿cuánto llevas por aquí? —contesté guiñándole un ojo. 
     —Un par de meses. Un trabajo pasajero; tengo otros planes. 
      Recalcó las tres últimas palabras como para darse importancia. Me sirvió el whisky  y apoyó los codos en la barra. Cada brazo hacía por dos de los míos y cuando se acercó a mi, me fijé en su pelo grasiento, teñido de rubio y sujeto por una diadema rosa. 
      —¿Te quedarás un rato por aquí? Salgo a las cuatro —me silbó al oído. Olí su aliento, fétido, y me entraron arcadas. 
     Desde el otro extremo de la barra, el camionero se impacientó. “¡Eh!, tú, tráeme un café.” La camarera ni siquiera lo miró. Yo le hice una seña con la cabeza para que lo atendiera, pero, en lugar de ello, me agarró por la nuca y me dijo “espérame, no te arrepentirás”. 
     Pensé que debía irme de inmediato, lo menos que quería era enredarme con semejante cosa.  Enfilé disimuladamente hacia el baño cuando sonó la puerta de entrada y aparecieron dos desarrapados policías. Por un momento quedé congelado pensando  que mi coche estaba fuera y nunca  me percaté de si había sangre mas allá de la abolladura.
     Me senté en un rincón cerca de la puerta., ellos pidieron  un refrigerio y sin mucho afán interrogaron sobre si habían visto  extraños por la zona.  La mirada de la mujer  se desvió al sitio que ocupaba en la barra, donde ahora solo habían un par de billetes  debajo de  la copa.
       - no he visto a nadie nuevo por aquí – dijo pasando el mismo  trapo  asqueroso cerca de sus manos.    
      Sin embargo, se mostró sumamente nerviosa cuando le aclararon que buscaban al asesino de una mujer estrangulada. Yo por un momento me tranquilice al saber que nada sabian del accidente , pero al escuchar la descripción de la ropa y su facha me di cuenta de que se trataba del tipo que atropellé. Sigilosamente me escurrí hacia la salida, encendí el coche y emprendí hacia Sausalito. Decidí seguir por el polvoriento camino por si acaso, si bien era un poco mas lejos, el estado en que se encontraba lo hacia detestable y desolado.  
        Cuando enfile hacia la casa, frené en seco, las luces  estroboscópicas azules y rojas no me auguraban la recepción que esperaba, doble en la primera esquina  maldiciendo  la eficiencia policial para perseguir a un ex convicto, en menos de tres horas  ya era otra vez un fugitivo, y todo por ese maldito que se antojo atravesarse.
       -Espero que encuentren a ese cabrón  igual de rápido, para salir de este embrollo - pensé.
        Oculté el coche en una calle oscura y llegué al hotelucho del viejo Paco a la salida del pueblo, lo saludé, pero a sus años ya no reconocía a nadie, es más ni le importaba.
        Recorrí  las penumbras del pasillo hasta el final y  sin encender la luz me tiré sobre la cama, estaba agotado.
        No sé cuando me quedé dormido, pero me despertó un fucilazo del sol que se coló por la roída cortina. Al lavarme la cara, vi el aspecto barbudo y descuidado que tenía, decidí salir a comprar una rasuradora  y echar un vistazo a la casa para llegar un poco mas tarde.
       En la recepción, Don Paco,  con los pies sobre otra silla ya leía la página de deportes del periódico, me devolví ipso facto al percatarme de la primera plana dejada desplegada sobre el mostrador “Encuentran muerto a presunto asesino”. Respire con cierto alivio y me dispuse a leer el resto de la noticia: ¨ En la tarde de ayer fue encontrado,  en la orilla del camino secundario a Sausalito,  el cuerpo sin vida de Jorge Carrero Vale, de 38 años, presuntamente autor  material de la muerte por estrangulamiento de su amante Nora Rodriguez de 32 años…”      

ADIÓS

         Cruza la calle ensimismado en un modelo antropomorfo, matemático, para describir el estado artrítico y dolorido de su voluntad. Un coche de bocina déspota se le atraviesa. Ignora a su embravecido conductor por inicuo y brutal, una anomalía genética sobrevenida, el estándar global.

         Le duelen las articulaciones de la recordación, la diagnosis, la p...resunción: siente por primera vez el dolor mecánico del pensamiento. ¿Cómo ha llegado hasta aqui? La geometría multidimensional del aburrimiento y del hastío: la serie idéntica a sí misma del subconsciente y su morbidez, los infames convencionalismos, las idolatrías sociales, las iconoclastias sociales; los ritos anímicos. El auge y apoteosis de toda esa naturaleza muerta. Internet: la mierda, la emperatriz invertida del Tarot.

         Compra la barra de pan, vuelve y contempla el aparador: naranjas murcianas, clementinas de Nules, cordiales de almendra, queso fresco de cabra, uvas de Monforte y dátiles de Elche. Si su mente imprimía sus leyes a la naturaleza, aquí está su mente exhausta y levantina. Si fuera al revés, está muriéndose, desgajado de la savia mundana: una mera probabilidad de las secuencias de los acontecimientos que han precedido a este mismo instante.

         Se decide a dormir y luego a despertarse. Poda en el jardín, dando volubles geometrías a los ficus benjamina. Se sienta en el porche y lee a Pascal: “la contradicción no es prueba de falsedad, ni la falta de contradicción, prueba de verdad”. Le alivia: su pensamiento se va decantando, reduciendo, precipitando; como la elegante fórmula matemática que escribe en una hoja del opúsculo de Pascal. Se despide apaciguado y su mano suelta el librillo sobre un charco de lluvia que disuelve en volutas azules su mundo independiente.

LA MUJER DEL CONTRALUZ

        

        El maître les llevó hasta la mesa donde una mujer madura de espectacular belleza les esperaba. Tras unas breves presentaciones, iniciaron un almuerzo distendido.

        El hombre de mediana edad, llevó durante toda la comida de manera exasperante, el peso de la conversación. Al término de la misma, la mujer del contraluz, sacó un pequeño objeto metálico del bolso, mirando fijamente al hombre que tenía enfrente.

         Por un momento, el miedo hizo palidecer el rostro de la mujer más joven que contuvo la respiración, pues creyó entrever el brillo metálico de una pistola de pequeño calibre.
Miró asustada a la mujer del contraluz. Un silencioso no, quedó ahogado en su garganta y por un segundo sus miradas se cruzaron. Mientras, el hombre sacaba un encendedor de su bolsillo.
         El tiempo pareció quedar suspendido. El ofrecimiento masculino quedó interrumpido. La tensión desapareció cuando con un breve y diestro movimiento, la mujer del contraluz, retocó sus labios con una barra de carmín rojo sangre.
El momento, había pasado.




DELICIAS

        

        Ocupabas tus mañanas procurando que las leonas saltasen a través de aros encendidos. Y las tardes alimentándolas con chingolos. Vos mismo los cazabas armado con una honda hecha con madera de sauce, una honda vieja, de propietario incierto. Para ubicarlos te guiabas por sus trinos pero para dispararles esperabas que enmudecieran  porque entendías que quien opta por el silencio, ha renunciado a sus derechos.   Regresabas al circo con la espalda vencida bajo el peso de aquella bolsa repleta de pájaros muertos. Ellas comían sin agredirse, respetando un orden jerárquico que jamás entendiste. Comían en un silencio tenso apenas interrumpido por ciertos gruñidos suavísimos, mirándote fijo. Esperaban un descuido tuyo para arrancarte el corazón y  vos consentías el riesgo encantado. Así te lo confesaste una vez, con los ojos cerrados frente al espejo.

           “...cuando estoy solo, tranquilo,  digo amarillo. Diciendo amarillo evoco pelaje,  ojos, garras,  evoco el  olor a hembra que también es amarillo y  nunca demora en golpearme.  Digo amarillo y siento el aro en mi mano y el calor de las llamas y mi palma ampollada que sangra y las ansias de ellas, enloquecidas por el hedor de mi sangre; digo amarillo,  entorno los párpados,  y otra vez  mi sangre pero la de ahora, alborotada porque me ha oído decir amarillo,  corriendo por espacios antes vacíos, volviéndome  codicioso de aire, todo aire es poco para respirarlo. Me basta con decir amarillo.”

          Hubieses dado cualquier cosa con tal de que aquel deseo, y aquel terror, duraran para siempre. Por eso los primeros días lo negaste, creías escuchar mal, pero luego se hizo evidente. Rugían con gorgoritos. Preferiste no esperar, no saber cuál sería la próxima modificación, qué detalle pequeño o terrible marcaría el final tus delicias.

          Del estante que tenías sobrecargado con piedras buenas para la honda, tomaste una al azar y con esa piedra oculta en tu puño izquierdo (sintiendo el peso del arma pensabas mejor)  escribiste:

Estimado Señor Director y Propietario del Único Circo... 

         Tu mano, que tan bien encendía y desplumaba, que era tan firme a la hora de posarse sobre el lomo de las leonas, encima del papel temblaba. Parecía otro papel, ajado y viejo, un papel que representaba una extraña amenaza  porque lo presentías animado, pronto a no cumplir su objetivo, a mostrarse ridículo y traicionarte. 

        El director leyó salteado, fingiendo que le tomaba mucho tiempo quitarse la lágrima que siempre se dibujaba sobre la mejilla derecha para las funciones, pero, que aún así, sentía tan vivo interés en ese papel que te mantenía de pie a su lado esperando atento una respuesta que olvidaba lavar la gran sonrisa roja. Pero dijo sí, como te parezca, otro se hará cargo de lo tuyo, tenés mi permiso.

        Y aquí estás ahora.  Los trucos con palomas te salen mal porque eras pajarero por vocación, las aves pequeñas no te gustan. En cambio con las cartas, sos un maestro. Trabajás sólo las de póquer, con las españolas no podrías practicar la rutina, te inspiran desprecio: “figuras miserables, a ésas lo único que se les puede creer es la pobreza del basto”.

         Todos los domingos antes de comenzar la función besás la Q, roja como la sangre, de la reina de corazones. Las dos rayas impiadosas de sus ojos, el amarillo brillante de su corona y la suntuosidad de la capa que cubre su desnudez, te vuelven loco.  Dormís con esa figura sobre la almohada. En tus sueños el corazón de la carta palpita y vos osás quitarle la corona. Durante la vigilia, aún  creés sentir su fría tersura entre las manos.

         Para ahondar tus entusiasmos de pronto comprendiste por qué el Director accedió tan fácilmente a tu extraño pedido: su salud declina.  Y junto a la fuerza física el soberano de tu mundo pierde autoridad,  de seguir así las cosas, deberá elegir sucesor.

         Su situación te hace pensar en un león viejo,  a punto de perder harem y territorio. Decidís acompañarlo en el proceso empleando la mejor técnica de seducción. Con cuidado, todavía es mortalmente peligroso.

ALTA CUNA

      Yo no nací por casualidad. Para entender mi llegada a la vida y a este mundo vuestro es necesario remontarse a mi concepción. Soy fruto de un matrimonio convenido, como los de antes.
       El embarazo de mi madre fue también programado con alevosía. No hubo que esperar mucho, mamá siempre fue una hembra fácil a pesar de su educación y sus orígenes de casta noble. Y desde luego que no fui un hijo deseado, como no lo fueron tampoco mis otros siete hermanos, hijos del sexo sin amor y de los orgasmos de mi padre. Quizás por eso se nos complicó tanto el parto.
         Como primogénito me tocó abrir caminos y fui el único que, siguiendo la tradición de la especie, recorrí con sumo esfuerzo las entrañas ensangrentadas de mi madre para intentar nacer con la poca dignidad que me quedaba.

        No fue así. No hubiese visto la luz de no ser por el estirón doloroso de mis sienes que Don Francisco y su ayudante ejercieron sin piedad. Así que lo primero que oyeron mis enormes orejas fue el alarido desgarrado de mi madre y mi propio llanto.
 
        - ¡Ya, ya, Manuela, ya está! Ya salió. Tranquila mujer, todo va ir bien - jadeaban las voces del exterior- ¡Rápido, que los demás están sufriendo! ¡Cesárea, cesárea, vamos!    
    
       Os estaba hablando de mi llanto, un chillido agudo, entrecortado por la dificultad para respirar y la sorpresa ante la necesidad de hacerlo,  que  insiste en el dolor, en el hambre, en el miedo,  en la soledad, en el desamparo.  

       La primera vez que sentí de nuevo tus latidos, madre, noté cierto alivio: me recorrían tu leche caliente y el amargo sabor de tu derrota. Yo tampoco me quiero.