viernes, 4 de marzo de 2011

ENTRESIJOS EN MI ARMARIO

        Míranos. Ahí estamos. Los cuatro jinetes. Hacía siglos que no había visto esta foto, la había dado por perdida entre los desórdenes de alguno de mis traslados, junto a tantas otras cosas que no encuentro (la paz, por ejemplo, pensé dibujándome una cierta sonrisa amarga). 
        Hace siglos que no me siento como aquel día. 
       La carrera que se había sucedido, entre empujones y carcajadas, minutos antes de tomar posiciones y apropiarse de la única silla que el fotógrafo había colocado ante el portón, dejó una huella en forma de media sonrisa en nuestros rostros. Por unos instantes volvimos a sentirnos niños, aquellos cuatro amigos inseparables que corrían aventuras a la hora de la siesta por las calles del pueblo.
        Por fin logramos contener la risa, ante la desesperación del tal Olmedo que tuvo que repetir la toma varias veces. Aún así Paco y yo no pudimos mirar directamente a cámara y mantener la compostura al mismo tiempo, el enfurecimiento progresivo de aquel hombrecillo mucho más pequeño que su cámara, nos divertía: una risa más y nos hubiese mandado a todos a paseo, no era plan que al final nos quedásemos sin la dichosa foto. Al fin y al cabo con un poco de suerte, su envío iba a suponer un cambio importante en nuestras vidas. Este sólo era el primer paso. (Isabel)

         Todo fue idea de Paco, de quién sino. Había que hacer algo para acallar los rumores del pueblo y poder seguir en secreto - total, ya estábamos acostumbrados- con nuestras cosas.  
        Se comentaba que nos habían tendido una emboscada en el monte de las Ánimas, y que en la lucha habían caído Paco y Sebas. Una mentira que los envidiosos y chivatos –tan de moda en aquella época oscura –se habían ocupado de difundir, con el deseo mal disimulado de que se convirtiera en realidad.
      Por eso decidimos que era hora de hacer la foto. Años antes, al huir del pueblo tras enterarnos de que venían a darnos el paseíllo, acordamos con nuestras familias que, en cuanto la recibieran, significaría que nos disponíamos a pasar la frontera a Portugal. En la parte posterior Paco escribió unas palabras para despistar, por si era requisada: que estábamos bien y que pronto volveríamos a casa. La fechamos y firmamos para meterla en un sobre que un compañero leal entregaría esa misma noche en el pueblo.
      El hombrecillo recogía el trípode mientras nosotros contemplábamos nuestra imagen congelada: sonrientes, aseados, tan amigos y felices como siempre. Le pagamos lo convenido y, sin decir palabra, marchó cuesta abajo, escorado por la carga de la maleta de madera donde guardaba el material. Lo observé esquivar los guijarros con sus pies enanos. Había algo imperceptible, una prisa contenida, un giro extraño de cabeza, un inclinarse hace adelante como si intentara esquivar una bala.
      Miré a Paco y supe que pensaba lo mismo que yo. Aquel tipo iba a delatarnos por unos cuantos duros. No dijimos nada a los otros dos; para qué alarmarles. Nos pusimos en marcha sin perder un minuto. Tomamos a los caballos de las riendas y nos dirigimos a la cueva madre, a dos horas de camino de allí. Paco y yo íbamos en silencio, cavilando; Sebas y Manu, que eran como adolescentes, se daban codazos, y jugueteaban con las ramas de los árboles. ¡Qué paradoja la nuestra! El aislamiento de más de diez años de postguerra nos había permitido mantener intacta la amistad, hablábamos sin tapujos, vivíamos en estado puro en el reducto que la naturaleza había dejado libre de regímenes políticos, de luchas fraticidas y de bocas selladas por el miedo. Sin embargo, era una situación ficticia, como la de unos náufragos en una isla desierta. La vida transcurría de forma diferente muy cerca de donde estábamos.
      Nos sentamos en las rocas planas del interior de la cueva y Paco nos pasó la cantimplora del agua y desplegó un mapa borroso y muy usado en el que señaló la ruta a seguir. No nos permitimos más que unos minutos de descanso. Cargamos los caballos con los bultos de las provisiones, una manta y armas y municiones.
      Cabalgamos el resto del día guarecidos por la frondosa vegetación y las impenetrables fragas, evitando prados y aldeas; los ojos alerta a cualquier cambio de color, como el de los tricornios negros que tanto destacaban sobre el verde intenso de la vegetación. No se produjo ningún encuentro, seguramente aún no habían empezado la batida.
      Bien entrada la noche, Paco frenó en seco su cabalgadura y dio la voz de alto. Estábamos en un lugar lleno de helechos sobre los que nos echaríamos a dormir cómodamente. Hubo ración doble de cena y Paco pasó la cantimplora de orujo, lo que Sebas y Manu celebraron con un baile ridículo, que nos hizo reír de buena gana. Yo leí nuevamente en la mirada de Paco y adiviné lo que, a la mañana siguiente iba a suceder.
     No fui capaz de dormir; el mínimo sonido, un aletear de un pájaro, una piña que caía sobre la manta de helechos, me sobresaltaba. Me senté y roté la cabeza para relajar los músculos. Una sombra vigilaba apoyada en un árbol, con la culata de la escopeta sobre la rodilla doblada. Distinguí las formas de Paco, fumando un cigarrillo en una espera tensa. Me acosté mirando hacia el cielo. No se veían las estrellas; estaba muy nublado y la niebla nos camuflaba entre la vegetación. Éramos fantasmas.
      Reanudamos la marcha poco antes del amanecer, tras un desayuno frugal. Sebas y Manu protestaron; el orujo les había dejado una resaca de la que se repondrían de golpe al final de la mañana.
      Fue en una encrucijada de caminos. Paco tiró de las riendas del caballo y se volvió hacia nosotros. Todas las cabalgaduras, como respondiendo a un orden trazado, se movilizaron hasta que los cuatro jinetes quedamos formando una cruz, en la posición de los cuatro puntos cardinales. Mi caballo relinchó y se encabritó al ver tan cerca las otras tres cabezas. Le di unas palmaditas en el lomo y lo acaricié con suavidad. Entonces Paco ordenó que nos separáramos. Yo seguí atendiendo a mi caballo; Sebas y Manu se lo tomaron a broma. Hasta que Paco sacó la escopeta de la funda y apuntó a Sebas. “El que consiga llegar a Portugal ya sabe dónde encontrar al resto”. (Dulce)

         No hubo resto que encontrar; Sebas nunca llegó a Portugal, ni a ninguna parte, dos días después de separarnos lo encontraron los civiles, ya nadie más lo volvió a encontrar. Manu, Manu, que se paso tres años en una lóbrega cárcel, hasta que una neumonía se lo llevó. Mira que había dicho Paco que teníamos que separarnos, pero no, ellos dos juntos y juntos los cazaron. Y Paco, mi querido Paco, de sonrisa franca y animoso corazón. Que manera más tonta de morir, atropellado por un camión lechero, qué forma mas prosaica de dejar este mundo para un guerrillero  
      Echo la memoria atrás y recuerdo, me duele, me duelen los recuerdos, me duele esta foto, me duele la pierna que me agujerearon en la frontera, me duele no recordar apenas mi idioma, me duele haberme pasado la vida como un simple carpintero, con el nombre de otro, en el país de otros. Tal vez sea hora ahora, de salir de este “armario” y volver al pueblo, de ser de nuevo el chico de la foto, de recordar mi nombre, de decirme a mi mismo, yo soy Juan Prieto.
(Marta)

No hay comentarios:

Publicar un comentario