jueves, 3 de marzo de 2011

FAUSTINE DE BRAGELONNE de Guillermo Escribano

Era una señora compleja, con su porte real e imaginario. Adornada de redondeces varias. Cabeza esférica, cultivada con un pelo de corte griego, azabache y rizado. Gafas negras, refulgentes, circulares; con aderezos diamantinos. Su papada dibujaba en mi imaginario esa cabeza redonda hincada sobre un cuello de palo marmóreo, como un chupa-chups. El palo continuaba hasta otra esfera mayor: su tronco redondo y liso envuelto en tul negro con escote de pasamanería desde donde ascendían dos bolas como canicas de ópalo noble. Blanca y negra, hermosa de proa a popa, se sentó en un taburete, junto al mío, al que ató una perra de andares cansinos sin orejas que arrastraba las ubres por el suelo del bar.

     De sus labios grana surgieron varias voces ásperas en coro, de cánticos malditos y extravíos armónicos, y pidió a la camarera:
       —Florence, guapa, ponme una botella de Ruinart con tres copas. Una para ti, la otra para mí y la tercera para este muñeco que tengo a mi lado. — Me señaló con un ademán, inclinando a babor su imperial carraca. Luego se dirigió directamente a mí:
       —Hola, nene. Faustine du Bragelonne, encantada de conocerte. —dijo alargando su mano.
       Hice un gesto impensado, como movido por un resorte legendario y comediante: besé su mano. Tras una reverencia, levanté la mirada y acerté a decir:
       —A su servicio, vizcondesa. Venga esa copa y brindemos los tres por la salud de su casa y la victoria de su causa.
       Alzamos nuestras burbujas hasta la altura de los ojos. Me hice mosquetero durante aquel fin de semana.

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