martes, 1 de marzo de 2011

TU LLANTO HUELE A NADA

“Así, sin apellidos: Ludovico, el gran señor de las artes y de la guerra…”
-Espantos de agosto-
Gabriel García Márquez



     Quisieras oír su respiración, pero afuera bajo tu ventana están los perros aullando, y no te dejan. Sin embargo podés sentirla, porque ella está durmiendo como le indicaste que lo hiciera, con la cabeza y el pecho desnudo sobre tu pecho. Ella forma parte de la gente que obedece, vos no, por eso vos siempre estás diciendo –Yo acá soy Dios- porque sos el amo del lugar y de la gente del lugar, y hasta sos el amo de los perros que esta noche no saben hacer silencio.
     Aún dormida ella se da vuelta, se desliza, la ves darte la espalda y alejarse. El jergón que comparten, relleno con hierbas, se hunde ligeramente bajo su peso, imaginás que las hierbas habrán resultado vencidas en alguna guerra y que ese es el motivo por el que están ahí, prisioneras. Abrazás su cuerpo contra el tuyo, querés calmar el frío que sentís con la tibieza de su sangre. Según vos el frío de esta noche es un tributo que estás pagando porque esta noche sos un dios que ha tomado conciencia de su derrota. La apretás con más fuerza.
     Ella cruza un brazo cubriendo sus pechos, recoge las piernas, se oculta. No vas a permanecer sobre el jergón, no cuando sentís que te rechaza.
En cuclillas rozás sus labios con los tuyos, no se despierta. Su aliento te sabe dulce. Hace unos minutos sobre esa misma cama jugaba al amor y comía fresas. Jugaba con vos, comía sin convidar.
     Podés ver el color del perfume a fresas que impregna la habitación, es un olor que tiñe de violeta las cortinas bordadas con hilos de oro, tu retrato al +oleo, tus armas ya cebadas, los leños que arden en la chimenea. Un olor frío que agrava el frío que sentís.  Podrías vestirte pero tenés miedo de comprobar lo que suponés, que la ropa sería inútil. Intentás aliviarte envolviendo tus manos con su pelo.
     -¿Qué hacés Ludovico? ¡Dejame!- dice sin abrir los ojos. Y sigue durmiendo, tibia, serena.
     Te sentás en el suelo frente a la chimenea encendida, en el juego de luces y sombras que irradian las llamas creés ver una jauría dibujada en tu piel. Tenés el cuerpo poblado de cicatrices, en un tiempo que no es el de esta noche estuviste orgulloso de tu condición de soldado y de tus batallas, un tiempo en el que te resultaba un gusto apoyar, como ahora lo hacés sin gusto, tus nalgas de amo frente a la chimenea, un tiempo que acabó de pronto, mientras ella mordía fresas.
     “Dice que la deje” pensás “No puedo. Sería como llevarme el cuerpo y dejar el alma abandonada. “
     La viste por primera vez hace un año, pintabas tu retrato aquí mismo, frente a la chimenea, entró con un  sobrecama entre sus brazos, dispuesta a estirarlo en el jergón. Observaste las ondas de su pelo largo, tus ojos de artista captaron el modo en que esas ondas atraían la luz, tu espíritu guerrero quedó prendado en la belicosidad de su mirada.
     -¿Cuál es tu nombre muchacha?-preguntaste fingiendo indiferencia.
     -Violeta-contestó, fingiendo que la intimidabas.
    Esa mañana, ella, la encargada de acomodar la pasamanería sobre tu cama, demoró horas en salir de tu cuarto. Antes tu vida sólo había estado signada por dos grandes hitos, esa guerra en la que te hiciste rico y el período de paz que le siguió  y  que hizo de vos un hombre poderoso, tiempos que no se midieron en años sino en armas obtenidas, en títulos ganados, en tierra, comarcas que pasaron a ser tuyas junto con su población, de la que tomabas sus niñas y sus mancebos para calmar con ellos el hastío que la riqueza y el poder te habían provocado. Ahora son otros los que guerrean y acrecientan sus fortunas, vos llevás un año ocupándote sólo de ella. Pero ella no te calma.
     El reloj de péndulo da la primera campanada y te parás de un salto, son doce, las contaste con los dedos, aún fríos, a pesar de la proximidad del fuego.  “Habrán sido doce las fresa que comió y doce los besos que evitó darme por comerlas y doce docenas las veces que latió mi corazón desde que se quedó dormida. Mi corazón no late, aúlla; debiera hacer silencio me avergüenza, mi corazón es un traidor, un perro traidor, un perro al que hay que echar fuera. Con este puñal puedo sacarme el corazón y dárselo a ella, hacerle creer que es una fresa. Y ella preguntará por qué tengo un puñal en la mano y yo no voy a contestarle y ella va a insistir y cuando se convenza de que no estoy dispuesto a responder mi silencio le provocará risa y después como siempre sucede comenzará a hablar de cualquier cosa cállate violeta.”
     -Callate Violeta- decís en voz alta, con rabia. Ella se despierta. En la chimenea arde el último leño.
     -¿Qué hacés con ese cuchillo?
     -Callate Violeta.
     Das media vuelta, el fuego queda a tu espalda. La jauría que te acosaba ahora corre por su vientre, ves sus patas inmundas, ves como psan sus hocicos apestosos por esa piel que es tu tesoro, tu privilegio. Y tenés la certeza de que ella los está sufriendo porque te mira aterrada, mueve los labios intenta decir algo.
    -Callate Violeta repetís bajito, dos palabras que ahora son una súplica para que no te distraiga cuando la estás por liberar.
El puñal, en tu mano, baja y sube muchas veces.

     Sobre el olor de las fresas se percibe otro y sabés que este otro no sale de vos que quizá salga de ella, que es un olor trágico, un olor rojo. Aspirás profundo y sentís cómo ese olor trágico y rojo entra por tus ojos y ya no te cave la menor duda: no fuiste capaz de impedir que los lobos le comieran las entrañas. Hundís las manos en el hueco por el que estás culpando a las bestias y te embardunás los brazos, el pecho, las piernas, con ese olor que no es el tuyo. Las lágrimas sí son tuyas, caen varias sobre su frente. Temiendo haberle contagiado esa sensación de frío que desde hace rato te atormenta la tapás con las sábanas.
"Voy a ahorcar a los monstruos engendros malditos no preciso armas voy a estrangularlos con mis propias manos.”
     Recorrés gran parte del castillo, unos cuantos sirvientes te ven pasar desnudo y pintarrajeado de rojo, pero nadie hace el intento de preguntarte qué te ocurre o si precisás algo, nadie te detiene.
     Afuera el viento levanta polvo, nubla la luna y te obliga a entrecerrar los ojos, de todos modos ahora, excepto la silueta negra de las murallas que mandaste construir para protegerte de los que estaban del otro lado, no hay qué ver. Intentás percibir el olor de las murallas pero tu llanto huele a nada y esa nada va colmando tus sentidos uno a uno.
     Vos no los buscás, ellos te encuentran: nueve feroces perros de caza.
     Es una noche helada.      

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