domingo, 20 de febrero de 2011

LA HUERTA . Versión 1

           En un extremo de la huerta, junto al muro de hormigón, crecían los tomates. El rojo brillante de su piel contrastaba con la superficie rugosa y opaca del cemento. Nuria se dispuso a arrancar unos cuantos para la ensalada, con cuidado de no estropear las tomateras. El primero estaba tan maduro que se deshizo entre sus dedos. Olía a podrido y lo tiró, asqueada.

         No tenía ni idea del tiempo que había pasado junto a la pared hasta que la llamó su abuela. Notó un enorme sofoco y dolor de brazos. Tenía las manos rojas y arañadas, y el interior de las uñas lleno de semillas. El muro estaba teñido de rojo con grumos como sangre coagulada. Esparcidos por la hierba, yacían trozos de piel de tomate que habían sobrevivido al destrozo.

          Se volvió y atravesó las plantas, ahora huérfanas de fruto. La abuela le palpó la cara. “Sufriste un golpe de calor, nena”, afirmó. No tuvo fuerzas para contradecirla y dejó que pasara el brazo por sus hombros como la garra de un águila sobre su presa. 

           Como iba contradecirla, siempre le había tenido miedo, tenía algo en su mirada y en su forma de ser que la aterraba, y después de lo del huerto, sabía que  se vengaría de algún modo. Ella era así,  hipócrita y mala.

          Fue la visión del muro rojo, ensangrentado, lo que la dejó paralizada y dolorida,su madre.  Núria  siempre sospechó,  aunque no tenía pruebas,  que algo había tenido que ver ella en su trágica desaparición. Seguía sintiendo sus  garras en el hombro, en la cintura, pero  haría lo imposible para que la historia no volviera a repetirse.

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