martes, 1 de marzo de 2011

EL BICHO RARO

     Fonso se estaba aplicando after shave sobre su recién afeitada cabeza cuando desde la habitación le llegó la voz de Bibi, su mujer: 
–Querido ¿te fijaste que el decano se ha quitado la anilla que le sujetaba el párpado a la ceja? !Qué barbaridad! Le quedaban bien. ¿No crees querido?
No, no se había fijado en ese insignificante detalle que, por lo visto a su mujer no le pasó desapercibido en el acto de inauguración del nuevo curso lectivo de la Universidad Central, de la cual el decano era ponente. Indiferente al comentario de su mujer, Fonso cogió la crema abrillantadora de su armario del lavabo y empezó a aplicársela. Se acercó el espejo de aumento y comprobó lo maravillosa que era. Realzaba los trazos, intensificaba los colores del tatuaje. Su dragón alado bicéfalo parecía moverse, casi volaba, sobre la brillante piel de su rala cabeza.
     ––Ya sabes qué es un tipo raro, el decano. Allá él ––le dijo desde el lavabo, nada más que para mantener un mínimo hilo de conversación.
     –Desde luego querido. Estoy intrigada. A ver qué se pondrá en vez de esa anilla.
     Fonso se frotó las manos en la pica de su lavabo de grifos dorados. El efecto de la crema abrillantadora se hizo notar también en sus dorsos, donde sendas plantas carnívoras abrían sus pétalos dentados y enredaban sus pilosas raíces por cada uno de sus dedos. En ese momento oyó el zumbido de la máquina quita tatuajes de su mujer. Miró su reloj Rolex. 
     –¿Ahora te vas a borrar un tatuaje? 
     –Es un momento, querido. Es el del hombro derecho. Ya no lo soporto !Está tan pasado de moda! He pensado que me quedaría mejor un nuevo Garay. Es un artistazo. ¿Qué te parece, querido?
     –Anda, déjalo para otro día, que llegamos tarde. 
     –Son cinco minutos, querido. Ve a ver si Carol está preparada.
     Su mujer siempre le hacía lo mismo cuando tenían que salir de casa para acudir a una cita, a alguna exposición, al cine o al teatro y quería que la dejasen en paz para arreglarse a su gusto. Enviarlo a vigilar a su hija. Pero Fonso ya había aprendido a dominar sus prisas. Tenía un truco. Se pasaba la bola de plata que atravesaba la punta de su lengua por encima de la fila de anillas que adornaban su labio superior. El sonido que producía, como el rasgar de una cremallera, le tranquilizaba.  Así lo hizo, mientras se anudaba el cinturón en torno a su albornoz blanco, con sus iniciales bordadas en el bolsillo. Luego se aseguró que las toallas estaban en sus colgadores térmicos, que el mármol brillaba y que no quedaban rastros de pelos en el lavabo en forma de vasija cuneiforme, último modelo de la marca Roca. 
Entró en la habitación de matrimonio. A través de sus grandes ventanales apreció que ya había oscurecido. Ahí abajo, a los pies de la loma donde tenían su casa, la ciudad empezaba a iluminarse. En algún lugar de ese mar de luces, un asombroso espectáculo les estaba esperando. 
     Se giró. Su mujer estaba sentada en la camilla de tatuajes, iluminada por un foco flexo. Se estaba pasando con fruición la maquinita por el hombro. Finos regueros de sangre se deslizaban por su piel, pero en seguida se los limpiaba con un poco de algodón empapado con solución desinfectante. Tomás observó que ni siquiera se había vestido. Se pasó otra vez la bola de plata por el labio. 
     –Anda, querida, no te entretengas . 
La besó en el cuello, ahí donde a él le gustaba besarla, en el mango del puñal que blandía un elfo, un Garay auténtico que le había costado una fortuna, que se erguía victorioso entre una frondosa selva de plantas exóticas que crecían desde sus preciosas nalgas hasta los omoplatos.
     –Ve a ver qué hace –le dijo Bibi, girándose hacia él y acariciándole el dragón alado cariñosamente. Había, sin embargo, una leve expresión de preocupación en su mirada. Fonso ya sabía por qué. 
     Fonso se vistió unos pantalones de cuero tachonados, una camiseta de tirantes que dejaban sus tatuajes al descubierto y unas botas a media pantorilla con hebillas metálicas. Informal, cómodo. Se adornó con unas cuantas cadenas de perro sobre los hombros y alrededor de las muñecas. Ceñido al cuello, el collar de púas de cristal de Skarzosky. Se observó en el espejo. Y entonces descubrió que todavía quedaba un pequeño espacio en el lóbulo de su oreja, entre dos argollas. Cogió la máquina perforadora y se práctico un orificio en ese intersticio. Sintió la habitual punzada, nada que no pudiese soportar. Abrió su joyero y cogió un aro de plata. Se lo introdujo. Ahora sí. Estaba presentable. Lo suficiente. No era cuestión de deslumbrar. No iba a un importante acto de sociedad, ni tampoco tenía que dar una conferencia en la Facultad. 
     Su hija Carol le respondió con el “déjame en paz” con el que siempre le respondía cuando Fonso llamó a la puerta de su habitación.
     –Date prisa, cariño. Que llegamos tarde.
Esperó una respuesta. 
     –No te saques cosas –le pidió a través de la puerta– ya sabes que a tu madre no le gusta.
     Déjame en paz, fue de nuevo la respuesta de su hija.
Fonso bajó al salón. Se dedicó a ordenar su biblioteca, su escritorio, el mueble del televisor. Apagó el ordenador. Su mujer apareció al cabo de quince minutos, deslumbrante. Se había puesto unos tejanos desgarrados, por cuya baja cintura asomaba un tanga de piel de leopardo, un corpiño lleno de agujeros que por detrás dejaba su espalda a la vista y por delante marcaba sus pezones perforados por dos argollas. Se había adornado el rostro con una cadena de eslabones planos que colgaba de una oreja a otra, pasando por el gran aro que perforaba su labio inferior. Muy apropiado para una velada vespertina. Un fular ocultaba hábilmente el hueco del tatuaje borrado. Carol bajó veinte minutos más tarde. Como siempre, iba enfundada en ese horrible abrigo que ocultaba todo su cuerpo. Tanto que les había costado y no había forma que su hija luciese sus encantos. Subieron los tres al coche, un Toyota Prius eléctrico de última generación que les esperaba aparcado en el porche de entrada de su casa.    Tomás condujo con precaución, procurando emitir el mínimo Co2 a la atmósfera. 
     Llegaron al Centro de Antropología en veinte minutos. Fonso detuvo el coche frente a la puerta. Le dio las llaves a un aparcacoches. En el hall de entrada había mucha gente haciendo cola. En el centro de esa espaciosa sala de atrevida arquitectura, un grupo de personas formaban un coro. Reconoció a sus compañeros de la Facultad. Estaba Julián Crespo, catedrático de sociología, Miriam Salgado, de literatura hispanoamericana, Carlos Pacheco, de historia del arte. Hablaban, como no, de la desaparecida argolla del decano. Fonso y su mujer les saludaron cortésmente, pero no se quedaron a escuchar sus encendidos comentarios. Fonso estaba impaciente por ver el espectáculo, así que tiró de su mujer y se situaron al final de la cola. Al contrario de lo que había temido, la fila avanzaba a buen ritmo. En cinco minutos ya había dejado el hall. Entraron en un pasillo oscuro, iluminado con luces ultravioletas que potenciaba los colores de los tatuajes y de los piercings de todos los visitantes. Era un espectáculo maravilloso. Ahí se concentraba lo más selecto de la ciudad. Gente culta, bien preparada. de exquisito gusto. Eso sí, mucho Garay y mucho Skarzosky . El pasillo desembocaba en una amplia sala. Quedaron en penumbra. Unas lucecitas en el suelo le indicaron el camino hacia unas gradas. Guió a su mujer y a su hija hacia allá. Tomaron asiento. En el centro de la sala, iluminada tenuemente, unas cortinas formaban un círculo, ocultando algo, tras llas.  Quizás un escenario, o una vitrina. Se escuchaba una música. Un compás sostenido y repetido, que creaba expectación. El ritmo fue aumentando gradualmente. Se hizo la oscuridad. Una explosión de graves. Una voz potente que anunciaba que lo que iban a ver a continuación podía herir sus sensibilidades. Un hecho inaudito. Un vestigio de otra cultura, de un pasado remoto. Un ejemplar único y de valor incalculable. 
     –Damas y caballeros, ante ustedes: El bicho raro.
     Una ráfaga de pirotecnia le deslumbró. Las cortinas cayeron a plomo. Apareció una enorme vitrina circular de cristal. En su interior, flotando inerte en formol, el cuerpo desnudo de una mujer joven, de piel blanca y rubios cabellos. Un ooh sacudió la sala. Fonso no daba crédito a lo que veía. Vio que Bibi se llevaba las manos a la cara, horrorizada. Los ojos de Carol era como dos faros. Pasado el primer impacto, Fonso se atrevió a contemplar con detalle el cuerpo. El color de la piel desnuda, virgen de tatuajes. La ausencia de piercings, agujeros e incisiones. Dios mío, cómo era posible que alguien pudiese vivir así. 
     –Pobre chica, qué vida más horrible debió tener ––dijo Bibi. Y a continuación apartó la vista del bicho raro y se fijó en su hija. –No mires, cariño. Ya le dije a tu padre que no debíamos traerte.
     –Pues a mí me gusta –dijo Carol. Y acto seguida, se levantó, se giró hacia su madre y se quitó el abrigo. Horrorizado, Fonso vio que estaba desnuda toda ella. Pero desnuda desnuda. No quedaba ni rastro de los tatuajes que le habían hecho los más selectos artistas y que tanto dinero le había costado. Ni un aro, ni una tachuela, ninguna bolita de plata en el ombligo ni en su clítoris. Nada. Fonso buscó a Bibi con la mirada. La encontró desmayada en el suelo. Con rapidez y determinación le puso el abrigo sobre los hombros a su hija. Reanimó a su mujer. Formando una piña los tres, ocultando a su hija de miradas curiosas, consiguieron abandonar la sala. 
     Por un momento, Fonso se imaginó a su hija dentro de esa vitrina, flotando inerte.

1 comentario:

  1. Mágnífico relato. Original. Ingeniosos efectos especiales del mundo del otro lado del espejo. Un abrazo amigo, enhorabuena.

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