miércoles, 20 de abril de 2011

ARENA de Jorge Ariel Madrazo

      Verano. El sol rajaba la escollera. El hombrón se acuclilló en la arena, al borde del mar. Ese retazo de mar que le había tocado en suerte. En la mano derecha esgrimía la palita de plástico traída del auto. Sin decir nada a su mujer, y acaso ni a sí mismo.  Era su propósito −fervoroso, aupado por una ilusión inédita− desenterrar, como si se tratara de un tesoro, la almeja capaz de provocar tanto hervor en la superficie arenosa.
      ¿Cuántos años ya que no veía uno de esos moluscos con valvas ovales atravesadas por surcos concéntricos y finísimas estrías radiadas? ¿Cuánto que no comía, babeándose, su carne salada y con reflejos del nácar interior de las valvas como el forro de un abrigo de alta calidad?
      Recordó otros y remotos veraneos, con sus padres y,  sin advertirlo, la lágrima bajó desde un ojo hasta el filo de los labios. Sin advertirlo, sus pantalones, su camisa y su cuerpo empezaron a reducirse. La palita seguía revolviendo. Encontró la almeja.

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